El presidente Barack Obama saluda a las tropas estadounidenses en un comedor en el aeródromo de Bagram en Afganistán, 28 de marzo de 2010. (Pete Souza/The White House)
El presidente Barack Obama saluda a las tropas estadounidenses en un comedor en el aeródromo de Bagram en Afganistán, 28 de marzo de 2010. (Pete Souza/The White House)

En Una tierra prometida, el presidente número 44 de los Estados Unidos, Barack Obama, reflexiona sobre su periodo en la presidencia. Realiza un análisis del alcance y los límites del poder y una visión singular del funcionamiento de la política estadounidense y la diplomacia internacional, incluido el papel de Estados Unidos en el escenario mundial.

Obama comenzó a escribir estas memorias poco tiempo después de finalizar su mandato. En estas realiza también un recorrido por el interior del despacho Oval, la sala del Gabinete, la sala de Crisis, o por sus viajes a Moscú, El Cairo o Pekín. Revela sus pensamientos mientras compone su gabinete, lidia con una crisis financiera global, sopesa a Vladimir Putin, vence obstáculos aparentemente insuperables para lograr la aprobación de la reforma sanitaria, se enfrenta a generales sobre la estrategia de Estados Unidos en Afganistán, aborda la reforma de Wall Street, salva la industria automovilística estadounidense, traza un plan de acción para combatir el cambio climático, responde al devastador derrame de petróleo de Deepwater Horizon, y autoriza la Operación Lanza de Neptuno, que culmina con la muerte de Osama bin Laden.

Barack Obama habla en un mitin en Orlando, Florida, el 27 de octubre de 2020. (Foto: Ricardo ARDUENGO / AFP).
Barack Obama habla en un mitin en Orlando, Florida, el 27 de octubre de 2020. (Foto: Ricardo ARDUENGO / AFP).

Fragmento de Una tierra prometida

El ambiente de nerviosismo que reinaba en el Congreso no era la única razón por la que esperaba tener la legislación sobre topes e intercambios de emisiones a punto para diciembre: ese mismo mes estaba prevista la celebración en Copenhague de una cumbre sobre cambio climático auspiciada por la ONU. Tras ocho años durante los cuales, bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos se había ausentado de las negociaciones internacionales en torno al clima, las expectativas en el extranjero estaban por las nubes. Y yo difícilmente podía instar a otros gobiernos a actuar de forma agresiva contra el cambio climático si Estados Unidos no predicaba con el ejemplo. Sabía que tener un proyecto de ley doméstico mejoraría nuestra posición negociadora con otros países y contribuiría a espolear la clase de acción colectiva necesaria para proteger el planeta. Al fin y al cabo, los gases de efecto invernadero no respetan fronteras. Una ley que reduzca las emisiones en un país quizá haga que sus ciudadanos se sientan moralmente superiores, pero si otros países no hacen lo propio la temperatura seguirá subiendo sin más. Así que, mientras Rahm y mi equipo legislativo estaban atareados en los pasillos del Congreso, mi equipo de política exterior y yo buscábamos la manera de recuperar el estatus de Estados Unidos como líder en los esfuerzos climáticos internacionales.

En otros tiempos, nuestro liderazgo en este ámbito prácticamente se había dado por descontado. En 1992, cuando el mundo se reunió en Río de Janeiro en lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra, el presidente George H. W. Bush se sumó a representantes de otros ciento cincuenta y tres países en la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el primer acuerdo global para tratar de estabilizar la concentración de gases de efecto invernadero antes de que esta alcanzase niveles catastróficos. La Administración Clinton enseguida tomó el relevo y trabajó con otros países para traducir los vagos objetivos que se anunciaron en Río en un tratado vinculante. El resultado final, el llamado Protocolo de Kioto, establecía planes detallados para la actuación internacional coordinada, incluidos objetivos específicos de reducción de los gases de efecto invernadero, un sistema global de comercio de carbono similar al de topes e intercambios, y mecanismos de financiación para ayudar a los países pobres a adoptar las energías limpias y proteger bosques que, como la Amazonía, contribuían a neutralizar las emisiones de carbono.

"Una tierra prometida" de Barack Obama se encuentra en librerías y en formato e-book.
"Una tierra prometida" de Barack Obama se encuentra en librerías y en formato e-book.

Los ecologistas aclamaron el Protocolo de Kioto como un punto de inflexión en la lucha contra el calentamiento global. En todo el mundo, los países participantes acudieron a sus gobiernos para ratificar el tratado. Pero en Estados Unidos, donde la ratificación de un tratado requiere el voto afirmativo de dos tercios del Senado, el Protocolo de Kioto se topó con un muro infranqueable. En 1997, los republicanos controlaban el Senado, y pocos consideraban el cambio climático un problema real. De hecho, el entonces presidente del Comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, el archiconservador Jesse Helms, se enorgullecía de despreciar por igual a los ecologistas, la ONU y los tratados multilaterales. Poderosos demócratas, como el senador por Virginia Occidental Robert Byrd, también se oponían enseguida a cualquier medida que pudiese perjudicar a las industrias de los combustibles fósiles vitales para su estado.

A la vista de ese panorama, el presidente Clinton decidió no remitir el Protocolo de Kioto al Senado para someterlo a votación, sino que optó por retrasar la derrota. Aunque la suerte política de Clinton se recuperaría tras superar el impeachment, el Protocolo de Kioto permaneció guardado en un cajón durante el resto de su presidencia. Cualquier atisbo de esperanza en la posible ratificación del tratado se apagó por completo cuando George W. Bush se impuso a Al Gore en las elecciones de 2000. Todo lo cual explica por qué en 2009, un año después de que el Protocolo de Kioto entrase por fin plenamente en vigor, Estados Unidos era uno de los cinco países que no formaban parte del acuerdo. Los otros cuatro, en ningún orden particular, eran: Andorra y la Ciudad del Vaticano (dos estados tan pequeños, con una población conjunta de en torno a ochenta mil personas, que se les concedió el estatus de «observadores» en lugar de pedirles que se sumasen al tratado); Taiwán (que habría estado encantado de participar pero no podía hacerlo porque los chinos aún rechazaban su estatus como país independiente); y Afganistán (que tenía la razonable excusa de estar desgarrado tras treinta años de ocupación y una sangrienta guerra civil).

«Sabes que la situación ha tocado fondo cuando tus aliados más cercanos creen que tu posición en un asunto es peor que la de Corea del Norte», dijo Ben Rhodes, sacudiendo la cabeza. (...)

Más información

  • Una tierra prometida es el primer volumen de las memorias del expresidente de los Estados Unidos Barack Obama
  • Se encuentra en las principales librerías a S / 89
  • Ha sido publicado por el sello Debate de la editorial Penguin Random House

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