El Centro Escolar de Varones N° 255, fundado en 1940, durante el gobierno de Manuel Prado, era el más importante de Salpo, antiguo distrito de la provincia de Otusco. La escuela acogía a alumnos procedentes de los más lejanos caseríos, haciendas y aldeas: Carabamba, Machaytambo, Mache, El Sauco, Bellavista, Cochaya, Chanchacap, Cotra, Milluachaqui, José Olaya, Leoncio Prado… Después, la mayor parte de esos pueblos empezaron a tener sus propias escuelas y colegios, o fueron elevados de categoría política, por lo que la población estudiantil de Salpo empezó a disminuir. En sus mejores momentos, la escuela llegó a tener más de 250 estudiantes.
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No había personal administrativo ni auxiliares de educación, por lo que las actividades a nivel de toda la escuela las cumplían los mismos maestros mediante turnos semanales. Entonces, a punto de silbato, porque no había campana ni sirena, llamaban a formación para el ingreso, los recreos y las salidas.
La escuela de varones ocupaba el antiguo local de lo que ahora es la municipalidad distrital, que entonces se había construido con puros adobes. Todo el piso que daba a la plaza de armas lucía un largo balcón de madera corrido de un extremo a otro de la fachada. Los pisos de los salones eran de tierra afirmada. Tampoco había patio de formación ni de recreo y esas actividades se cumplían en plena plaza de armas.
LOS DÍAS DE TRANSICIÓN Y MIS PRIMEROS MAESTROS
El primer día de clases me recibió el maestro Artidoro Rosario Pimentel, un hombre muy culto y preparado, quien vestía elegante terno oscuro y ejercía un gran liderazgo intelectual y cultural en la población.
Me sentía muy emocionado por empezar mis estudios; no recuerdo que hubiera experimentado nerviosismo, sino mucha expectativa. Recuerdo sí el impacto de una canción alusiva al comienzo de las clases, muy popular en las escuelas de la época y perteneciente a un autor centroamericano: “Cual bandada de palomas / que regresan del vergel, / ya volvemos a la escuela / anhelantes del saber”.
El maestro Artidoro era un caballero alto, delgado, educado, venerable, que casi siempre vestía terno negro. Era muy culto y un líder del pueblo; casi un sabio. Cuando me dispuse a trasponer la entrada del primer salón, me dio una afectiva y emocionante palmada que me transmitió un hermoso sentimiento de bienvenida. Me impactó mucho su gesto, que nunca lo he olvidado.
Sin embargo, en realidad, yo empecé a estudiar la Transición (equivalente al actual primer grado de Primaria) con la maestra Cristina Rodríguez, alta, buena moza, simpática, elegante, muy recta, la única mujer en el conjunto de maestros, pero de quien no guardo buenos recuerdos, porque terminó desaprobándome de año solo porque no pude pronunciar correctamente la letra “erre” al momento de leer oralmente.
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OTROS SEÑORES MAESTROS
Los otros maestros, por esos días en que el mundo era pura magia e ilusión, fueron: Estuardo Meléndez Lucas, gran futbolista; Wilfredo Bocanegra López, destacado matemático; Diómedes Rosario Peralta, quien con el tiempo dejó la docencia y se hizo abogado, en cuyo ejercicio también accedió a la magistratura hasta ser nombrado presidente de la Corte Superior de Justicia de La Libertad; el nostálgico violinista jaujino Luis Bauer Miranda. El director era el maestro Darío Neyra Herrera, contemporáneo de mi madre y de mis tías Evita y Juanita, quienes referían que en su niñez lo molestaban con el apelativo de “Gringo pate’ jeringo”, en alusión a su tez sonrosada y fina, quien no solo dirigía la escuela, sino que también vigilaba otros aspectos de la población, como el aseo, en especial de las calles y veredas de las casas de los alumnos.
También fue mi maestro un hombre noble y generoso, de formación protestante, aunque no recuerdo exactamente a qué secta pertenecía. Era educado, noble y sencillo. Además de sus lecciones, también nos proporcionaba libros de historias bíblicas, que a mí, particularmente, me atraían y gustaban; por eso lo recuerdo con especial cariño. Creo que apellidaba Oliveros.
Todos los maestros, durante todos los días y no solo en las fechas cívicas, vestían con mucha elegancia, siempre con terno y corbata, hecho que les comunicaba un aire de prestancia y ascendencia educativa y social. Por eso no era imaginable la presentación de profesores desclasados e informales como en la actualidad.
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LA LLEGADA DE LOS DIRECTORES
La llegada de un nuevo director era un acontecimiento extraordinario para todo el pueblo. Entonces, toda la población, encabezada por las autoridades: alcalde, gobernador, párroco, jueces, policías, dirigentes sociales y deportivos, se concentraban a la entrada de la población, en la histórica explanada de la Casa de Lata, donde entre cohetes, vítores, poesías y discursos era recibido el nuevo director de la escuela, así como el nuevo comandante de la Policía, el nuevo párroco y otra personalidad visible. Luego, la alegre y entusiasta comitiva se desplazaba entusiasta a lo largo de la calle Ramón Castilla, al compás marcial de la “Lira Salpina”, dirigida por don Daniel Bocanegra e integrada principalmente por sus hijos y algunos adherentes.
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EN EL CENTRO VIEJO Y LAS HUELLAS DE CÉSAR VALLEJO
Llegada la comitiva a la plaza de armas, en el atrio de la iglesia se pronunciaban los discursos oficiales en los que se destacaba la trayectoria y los méritos del flamante director, quien, con la máxima solemnidad, asumía formalmente sus funciones. Así vi llegar al maestro Darío y a su sucesor Esteban Corbera Vilcarromero; a otros directores ya no los vi llegar debido a mi traslado a Trujillo, donde terminé la primaria en el Centro Viejo “Pedro M. Ureña”, dirigida por el distinguido educador José Reyes Medina; mi profesor de aula fue Julio Cabanillas Becerra. Allí seguí recorrí las huellas del maestro César Vallejo.