Rodolfo Cerrón-Palomino, lingüista y doctor en letras, sostiene una teoría: Los incas no hablaban originariamente el quechua, sino el puquina,del altiplano. A la parte de esta investigación, desde hace unos años viene publicando la toponimia de los pueblos del Valle del Mantaro. Esta es la conversación que sostuvimos con uno de los principales estudiosos de las lenguas andinas en el continente.

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¿Qué lo animó a iniciar su estudio sobre la toponimia en el Valle del Mantaro? ¿Tiene pensado un libro sobre ello?

Hace tiempo vengo trabajando en cuestiones toponímicas a nivel andino en su conjunto, desde el Ecuador hasta la Argentina, pero con mayor concentración en el área centro-sureña, es decir, la sierra central, sureña y altiplánica. ¿Por qué? Porque en esa zona han confluido las tres lenguas mayores del antiguo Perú: el aimara, el quechua y el puquina. Al estudiar estas lenguas los lingüistas nos enfrentamos con el problema de que no todas tienen documentación escrita colonial. En este punto, el quechua le lleva la palma al aimara, y ambas lenguas al puquina. Habiendo sido el puquina una lengua importante durante la prehistoria andina y la época incaica, sobre todo, carece de material suficiente para abordarlo; no hay vocabularios, no existe una gramática, de manera que lo que le queda al lingüista para conocer algo de esta lengua mal documentada es la onomástica; y dentro de esta disciplina, la toponimia, o sea el estudio de nombres propios de lugar, o la antroponimia, es decir los nombres propios de personas. Es por eso que, ante la ausencia de datos, he estado dedicado al rastreo de términos atribuibles al puquina, sobre todo; porque para el aimara y el quechua tenemos material lingüístico considerable, con la ventaja de que las lenguas siguen vivas. Por lo que toca al puquina, he podido demostrar en los trabajos que vengo dando a conocer cómo esta lengua del antiguo Perú, “oficializada” por Toledo en 1575, jugó un rol muy importante en la génesis de la sociedad incaica. Hasta hace poco se sostenía que el puquina era una lengua propia de Tiahuanaco (Bolivia), y ya los lingüistas habíamos demostrado hace unos 20 o 30 años atrás que eso no podía sostenerse. En realidad, ahora sabemos que en el altiplano no se hablaba el aimara, como pretendían los bolivianos; allí más bien se hablaba el puquina, lengua de la que ni siquiera sospechaban ellos.

Eso es algo que hasta ahora los bolivianos no aceptan por razones nacionalistas; sobre todo no admiten que el aimara fue una lengua centro andina, con presencia mucho más antigua que el quechua. En verdad, el aimara es la lengua que nos define a nosotros como país andino en todo el centro y sur del Perú. El quechua es una lengua también importante, pero ella viene después del aimara y va a ser la responsable de arrinconar al aimara al altiplano.

En cuanto al puquina, lo que no se sabía era hasta dónde llegaba en el actual territorio sureño peruano. La zona del altiplano podía coincidir con la difusión de esta lengua vehiculizada por la cultura Tiahuanaco. Y claro, descartada la presencia originaria del aimara en el altiplano, no quedaba más que aceptar el puquina como lengua de Tiahuanaco; pero resulta que los trabajos onomásticos, y sobre todo toponímicos, han demostrado que dicha entidad lingüística llegaba no solo hasta el Cuzco, sino incluso hasta Apurímac; y eso lo he venido demostrando a través de la toponimia con muchos términos que están relacionados con la civilización incaica. Todo lo cual me ha llevado a sostener la hipótesis de que la lengua primordial de los incas era, en realidad, el puquina. Tras esta demostración, ya no digo, como los bolivianos, que el puquina haya sido la lengua de Tiahuanaco por excelencia sino más bien de la civilización de Pucará, que lo precedió y está en el noroeste de Puno.

Es verdad que hay información general de la colonia que señala la distribución del puquina en la región sureña altiplánica: Arequipa, Moquegua, Tacna, Arica, hasta Potosí; hay evidencia documental de la existencia del puquina y de sus hablantes en ese dilatado territorio. En cuanto a la región del Cuzco, sin embargo, todos pensaban que no había traza de ella. Pero gracias a la toponimia se ha demostrado que sí, y no solo en palabras que son exclusivas del puquina sino en nombres compuestos de aimara-puquina y quechua-puquina, en menor medida en este caso. ¿Y cómo sabemos que tales elementos léxicos son puquina? Porque no son quechua, no son aimara; tampoco pueden ser de origen uro, la lengua de las islas del Titicaca; entonces solo queda como alternativa idiomática de identificación y filiación el puquina. Esa fue la hipótesis que se venía manejando desde fines del siglo pasado; pero faltaba demostrarla con datos, y eso creemos que se consiguió finalmente. Hemos encontrado, en efecto, mucha información toponímica de origen puquina, comenzando por los nombres primordiales del Cuzco mismo. El primer nombre del Cuzco fue Acahuana, que no es quechua ni aimara; además, Acahuana varía con Acapana, y significa celaje, que en quechua-huanca se conoce como antawcha. Es más, si analizamos la lista de las casi 300 designaciones de los santuarios del Cuzco, llamadas huacas, que subsistieron hasta la época colonial inicial, un alto porcentaje de ellos son de origen puquina.

Así, pues, la tesis que aprendimos en la escuela, en el sentido de que los incas habrían procedido del Titicaca cobra mayor realismo y no se queda en el mito, siendo la mejor demostración la evidencia lingüística.

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¿Y así se animó después a estudiar la toponimia de la región huanca?

En efecto, me dije por qué no hacer un paréntesis y pensar también en la toponimia del Valle del Mantaro alguna vez, realizando estudios como una especie de tributo a la tierra, después de haber realizado trabajos de campo intensos en la zona en la década del 70 y publicado estudios sobre dicha realidad lingüística. Tantos años estuve alejado del estudio del quechua-huanca, por lo menos desde fines del 80. Menos mal que, finalmente, ya estoy acabando con el estudio de la lista de nombres de lugares (toponimia) exclusivos del Valle del Mantaro. Con el material elaborado a la fecha, alguna vez se podría ofrecer un diccionario geográfico toponímico de las provincias de Jauja, Concepción, Chupaca y Huancayo, acomodándolo, sistematizándolo, con una buena introducción que sirva también de método o cartabón de análisis y estudio toponímicos de carácter científico que no existe en nuestros países andinos. Ojalá que alguna institución pudiera sensibilizarse y finalmente interesarse en la publicación de dicho diccionario crítico y etimológico, que vendría a ser un modelo único de su especie en todo el mundo andino.

¿Cómo se crean los nombres de los pueblos? ¿Hay un patrón que se repite?

Estamos hablando de un fenómeno que se conoce con el nombre de categorización del espacio. El ser humano crea su propio contexto socio-político, cultural, físico y ambiental, y necesita orientarse en dicho espacio, ya sea en provecho personal o comunitario. Para su delimitación y designación el hablante se vale de los indicios que la misma geografía y su entorno físico-ambiental le indican. Es decir, yo veo dos cerros juntos, entonces le pongo al sitio dos cerros juntos (Mata ulhu, en huanca); si veo un río rojizo, que arrastra tierra roja, le pongo río rojo (Puka mayu, en quechua); y así por el estilo. El hablante va a designar los sitios y colocar nombres recibiendo la información perceptiva del entorno en el que vive. Aquí no caben fantasías ni anécdotas, sino básicamente descripción y categorización. De allí que los topónimos expresan dicha lectura geográfica y ambiental; allí está su mensaje, y el estudioso de la toponimia debe saber develar dicho mensaje; pero para ello no basta con saber hablar una lengua; hay que ser lingüistas y conocer la historia y prehistoria de nuestras lenguas nativas.

Si uno piensa en Ayacucho, inmediatamente lo relacionamos con el quechua-chanca. Sin embargo, los estudios que usted menciona señalan que en realidad esa región fue territorio aimara. ¿Cómo ocurrió esto?

Hay mucha evidencia incuestionable de que el aimara tiene su punto de origen en el centro del Perú. De hecho, un dialecto que sobrevive milagrosamente es la variedad jaqaru, que se habla en la sierra de Lima (Yauyos). En el año 1860, en sus viajes por la región, Raimondi todavía encuentra seis zonas de hablas propias del aimara central que han ido desapareciendo con el tiempo. Hasta hace poco nos habíamos quedado con dos variedades locales: el jaqaru y el kawki, hablados en Tupe y en Cachuy (Yauyos); actualmente solo subsiste el primero, y el segundo fue extinguiéndose en la segunda mitad del siglo pasado. Tales dialectos tienen la virtud de constituir variedades muy conservadoras. Si se las compara con el aimara que se habla en Puno, Bolivia y Chile, vemos que son lenguas hermanas. Pero, además, por la toponimia sabemos que ese aimara estaba en todo el territorio centro sureño. En Huancayo mismo, muchos de nuestros topónimos acusan nombres aimaras que nada tienen que ver con el quechua; en Huancavelica y en Ayacucho está más presente aún el aimara hasta por lo menos fines del siglo XVIII. Eso demuestra que era una lengua sumamente extendida en todo el centro andino, y que llegó hasta el altiplano, enraizándose ahí y desplazando al puquina. En cambio, en el centro del Perú, el aimara fue desplazado por el quechua. La tradición que aprendimos en la escuela señala que en el centro y en el sur peruano se hablaba solo el quechua. No es así. Hasta el siglo XVIII, Ayacucho todavía tenía hablantes de aimara; y nada menos que Guaman Poma era bilingüe aimara y quechua. Tenía poco dominio del aimara, es cierto; pero estamos hablando del aimara de la zona de Lucanas y no del altiplano. Ese aimara fue sucumbiendo frente al prestigio del quechua porque cuando los españoles llegan le dan más importancia al quechua que al aimara.

Le comentaba de un amigo cuyo pueblo, en Huancavelica, se llamaba Chupicaya, y los pobladores, por vergüenza, terminaron cambiándolo. ¿Se ha chocado con estos nombres curiosos?

Ahí hay un problema sociolingüístico, por un lado. Y en parte ese problema surge porque los nombres nativos, sean del quechua o del aimara, suscitan a veces ciertas reminiscencias de tipo coprolálico, que disgustan. Voy a dar algunos ejemplos. Usted ha escuchado de la mina Cerro Verde en Arequipa. El nombre auténtico de este lugar era un término quechua, un nombre compuesto: verde es qumir y cerro es qaqa; entonces en castellano el nombre suena y se escribe como Comer caca. Y es que un hispano hablante que ignora nuestras lenguas andinas no sabe distinguir la Q de la K, fonemas diferentes en quechua y en aimara. El producto de dicha confusión es entonces motivo de risa: ¿cómo el lugar se va a llamar Comer Caca, aunque se trate de escribir Ccomer Ccacca? Una manera de librarse de dicho estigma es la traducción al castellano, como ha ocurrido en este caso. Otro ejemplo: en el Cuzco había un pueblo bonito que se llamaba Machacamarca: marka es pueblo y machaqa es nuevo en aimara. Y al pronunciar rápidamente tenemos Machaq-marka. ¿Y cómo se interpreta eso a partir del quechua? Pues como “Pueblo de borrachos”. Porque machaq es borracho en el quechua sureño. Entonces los naturales dijeron, cómo vamos a llamarnos pueblo de borrachos; es un insulto; y procedieron a cambiar el nombre sin saber que era aimara y no quechua, de modo que no tenía nada que ver con borrachos sino simplemente se trataba de un “Pueblo Nuevo”. Mire cómo se cambian los nombres y se los va reemplazando por otros, a raíz de esos prejuicios por desconocimiento de las lenguas y de la historia. En el Valle del Mantaro mismo hay un anexo, hoy llamado La Breña; está en la parte sur, en Huacrapuquio. En huanca auténtico este anexo se llamaba HAHASS, pero como los topónimos siempre se han escrito bajo la norma del quechua del sur, en este caso se escribió CACAS, pues el nombre proviene del proto-quechua QAQASS. Ya puede imaginarse cómo reaccionaron los lugareños viendo que el nombre de su pueblo era pronunciado CACAS en castellano. Por eso se procedió a cambiarlo por La Breña. Como vemos, los procesos de castellanización y “sureñización” de los nombres dan lugar a este tipo de prejuicio social e idiomático que hace que el hablante comience a cambiar los nombres de lugar. Es el caso también de Manzanares. Antes el nombre de este lugar era Llacuass. ¿Y qué connotaciones semánticas tiene esta palabra en el quechua-huanca? La palabra refiere a la persona sin modales, al hombre de la puna. Y no es esto lo que nos dice la historia, pues los Llacuass fue un grupo étnico importante que vivía en las alturas, y quién sabe habrían sido los ancestros de los aimaras. Así, pues, los prejuicios son los que juegan un rol decisivo en la desfiguración, la distorsión, y eventualmente el cambio de los nombres del lugar. En el caso del nombre que usted me preguntó al principio, Chupicaya, le puedo decir que la palabra es aimara y significa rojo, color rojo; y Chupicaya, vendría a ser “Lugar de tierra roja”. Solamente el desconocimiento hace que uno esté pensando en otras cosas. Claro, chupi en quechua significa también vulva femenina, y ya con eso viene la distorsión y la interpretación fantasiosa del nombre.

Usted menciona que el Inca Garcilaso es uno de los primeros en identificar términos del puquina. ¿Su investigación parte de él? ¿Qué otros autores se han sumado? Garcilaso siempre ha sido una lectura importante desde mis mocedades. Él es una de las pocas personas que nos dicen que la nobleza incaica tenía, además del quechua, una lengua especial que él llama lenguaje particular de los incas. No trae más información que la de decirnos que tal o cual palabra (nombres propios de los incas y de sus linajes, básicamente) no entiende, y por tanto debe ser propia de la lengua particular. Por ejemplo, en cuanto al término Ayar, nos dice no saber qué pueda significar esta palabra. Yo comencé a estudiar esa lista de palabras que llega a una docena, más o menos, y efectivamente no son quechua, no son aimara, y los he venido analizando y, como resultado de ello, ahora le doy la razón al historiador mestizo. Efectivamente, los incas mantenían sus nombres propios, apelativos muy especiales que la nobleza empleaba, a veces aimarizándolos o quechuizándolos. Esa lista de nombres arcanos para el Inca vendría a ser la lengua secreta de los incas. Pero muchos críticos han cuestionado y han dicho que Garcilaso es un fantasioso a quien no debe prestársele atención, sobre todo en puntos como los que estamos tocando. Pero Garcilaso, afortunadamente, no es el único en sostener la existencia de dicho lenguaje. Hay un texto clásico de un corregidor español del siglo XVI, quien estuvo también en el propio Huancayo: Rodrigo Cantos de Andrada, que nos habla taxativamente, antes de Garcilaso, en 1580, que los incas tenían su lengua propia, y que estaba prohibido hablarla entre la gente que no fuera noble, de la casta imperial. Ahí tenemos el dato interesantísimo de una persona a quien no se le puede tildar de fantasiosa ni novelista. Otro cronista, Martín de Murúa (1613), nos dice que los incas tenían su lenguaje propio, que no era quechua ni era aimara, y vamos que él conocía bastante bien ambas lenguas. Entonces uno se pregunta, ¿qué idioma podría este? Solo quedarían dos candidatos: la lengua uro, que se hablaba en el lago Titicaca y en el Desaguadero, y el puquina. ¿Cuál de ellos podría ser? ¿El uro? Difícil. Porque el uro era una lengua de gente cultural, social y económicamente muy deprimida; sus hablantes eran recolectores y pescadores; en cambio los puquinas eran creadores de Pucará y Tiahuanaco, civilizaciones altamente desarrolladas. La única lengua pudo ser, pues, el puquina. Lo que pasa es que los quechuistas peruanos siguen cometiendo errores graves, queriendo explicarlo todo por el quechua, como si hubiera sido la única lengua presente en el sur y en el altiplano. Y en ese afán por querer quechuizarlo todo, muchos términos han sido distorsionados a la fuerza. El mejor ejemplo de esto es el de los hermanos Ayar. Hasta la fecha, nuestros historiadores, arqueólogos y antropólogos sostienen, siguiendo a Garcilaso, que Ayar Uchu era el símbolo del ají, pues uchu en quechua es ají; Ayar Cachi, lo sería de la sal, ya que cachi es sal en quechua; y Ayar Auca, vendría a ser el guerrero, pues awqa en quechua vale por guerrero. Todo esto es puro cuento de niños, que aprendimos en la escuela y en la universidad. Ahora ya sabemos que Ayar uchu es el “menor” de los hermanos, porque en puquina uchu es niño; cachi es cerco, fortaleza; y llamaron Ayar Cachi al hermano porque, según el mito, a este lo encierran en una fortaleza para nunca salir de ahí. Finalmente, en el caso de Ayar Auca, hawkwa en puquina significa “grande” o “mayor”, de manera que estamos hablando del mayor de los hermanos.

Si el virrey Toledo decreta como lenguas oficiales del antiguo Perú el quechua, el aimara y el puquina, ¿por qué no hay registro escrito de esta lengua?

Cuando Toledo inicia su viaje de visitas por la sierra sureño-altiplánica y llega a Puno, advierte que la mayoría de las mujeres hablaban solo puquina mientras que los hombres eran bilingües puquina-aimaras y puquina-quechuas. Este es un precioso dato que el virrey consigna. Prohíbe entonces hablar no solo el puquina sino también el aimara, y dispone que todos hablen quechua. Ni aimara ni puquina. Eso está estipulado en una ordenanza. Prosigue el virrey su viaje y llega a Charcas y luego a Potosí. Después retorna a Lima por el camino real de la costa y en 1575 está en Arequipa; ahí da otra ordenanza, rectificando la anterior. En esta oportunidad prácticamente oficializa al puquina como lengua de administración local y evangelización. Y nombra como intérprete de las tres lenguas a Gonzalo Holguín. ¿Por qué Toledo cambió de punto de vista? Es que cuando viaja por el sur se da cuenta de que el puquina está vivo en toda la región sureño-altiplánica hasta Potosí, encontrándosele también en Tacna, Moquegua y Arequipa. Se da cuenta entonces de que era imposible borrar fácilmente una lengua.

Ahora bien, ¿por qué los evangelizadores no escribieron una gramática del puquina? Porque estos evangelizadores fueron muy pragmáticos, comenzando por las mismas autoridades eclesiásticas. Dijeron que si la mayoría de puquinas son bilingües, ya saben o aimara o quechua, ¿para qué perder el tiempo escribiendo gramáticas y vocabularios en esta lengua? De todos modos, tanto era el reclamo de los predicadores que la iglesia ordenó escribir textos doctrinales o pastorales en puquina para la región de Moquegua y lugares aledaños, pero nunca se han encontrado esos materiales; es una pena, pues si alguna vez existieron se han perdido totalmente. Lo único que tenemos para el puquina es un conjunto de textos pastorales que un ayacuchano, Jerónimo de Oré, miembro de una familia de puros religiosos, reunió y publicó en 1607 en Nápoles. Es el único religioso que hizo el esfuerzo de compilar todo el material puquina que podía encontrar, una especie de doctrina y catecismo, con preguntas para los caciques, para personas que se van a confesar, que van al bautizo, para la extrema unción, etc. Gracias a ese texto se puede tener una idea de cómo era la gramática del puquina. De ahí se han extraído algo de su gramática y otro poco de su léxico; eso es todo lo que tenemos para estudiar esta importante lengua.

Supongo que se ha chocado con estudiosos que se oponen a su teoría. ¿Qué dicen?

La idea de que el quechua no se origina en el Cuzco, sino en el centro del Perú, es una hipótesis que se fue gestando en la década del sesenta del siglo pasado. Fueron Alfredo Torero y Gary Parker quienes desarrollaron dicha hipótesis: la evidencia del quechua demostraba que esta lengua no podía haberse gestado en el Cuzco; en verdad, la hipótesis tradicional del origen cuzqueño del quechua resulta siendo imposible de probar y al mismo tiempo fácil de invalidar. En efecto, más fácil era, a partir de los estudios dialectológicos, probar su proveniencia del centro; pero hacía falta mayor prueba para estar seguros de por qué el quechua no podía haberse originado en el Cuzco. Y es que los dialectos más conservadores, muchos más ricos en su gramática son los dialectos del centro del Perú: de Huancayo hasta Pomabamba en Áncash. Mucho más ricos y arcaicos que el propio quechua cuzqueño, con más sufijos, es decir con gramática más elaborada. Además, estos dialectos centrales están bien fragmentados, lo que implica mayor antigüedad en su distribución geográfica. Ello explica por qué un ancashino y un huancaíno no pueden dialogar en quechua. En términos cronológicos, es mayor su antigüedad; menor fragmentación significa, por el contrario, expansión reciente. Si comparamos a un viajero que sabe quechua y sale de Huancavelica hasta Bolivia, sabemos que no va a tener problemas de comunicación; pero, en cambio, a ver que vaya un huancaíno hasta Pomabamba; de hecho, va a tener problemas de comunicación, no lo van a entender y no se va a dejar entender. Todo ello indica que el quechua del sur es un quechua que se expandió tardíamente. Esta distinción entre uniformidad y fragmentación es la mejor demostración de antigüedad de ciertos dialectos frente a otros.

De otro lado, conviene saber que el cronista Juan de Betanzos (1553) trae un himno mandado componer por Túpac Inca Yupanqui, soberano incaico en 1450 más o menos. Ese himno lo manda componer, según la tradición recogida por Betanzos, tras vencer a los indios soras de Ayacucho. Para los lingüistas es un verdadero regalo el que nos trae Betanzos al recoger ese cantar, que él lo da como si fuera quechua. Nadie pudo interpretarlo a cabalidad al principio, cuando el manuscrito betancino se descubre en 1987. Tras largos debates sobre el asunto, hemos demostrado finalmente que eso es definitivamente aimara, pero no el aimara altiplánico sino el cuzqueño, que fue reemplazado por el quechua hacia fines del siglo XVII. De esta manera, se van acumulando ejemplos y documentos que van demostrando que tenemos que recusar todo lo que hemos aprendido en la escuela y en nuestras universidades: hay que reescribir la prehistoria andina.

¿En Junín o en el Valle del Mantaro hubo algún pueblo que habló el Puquina?

No, para nada. Pero los incas trajeron parte de su casta noble para entablar alianzas matrimoniales con los caciques del lugar, siguiendo la política incaica de conquista. En Huancayo, y más exactamente cerca del puente de Chongos (hoy de Chupuro), existía un sitio que se llamaba el corral o cerco del inca. Ese cerco del inca fue trabajado a fines de la década del 30 del siglo pasado por el arqueólogo de origen cajamarquino, Federico Gálvez Durand. Este pionero de la arqueología huanca encuentra todo un arsenal de piedras pulidas, tipo Cuzco clásico, en el paraje así denominado, justo en el barranco frente al puente sobre el Mantaro. Más tarde va a llegar ahí el alemán Horkheimer, quien también va a inspeccionar y tomar fotos del yacimiento arqueológico inca, llegando a inventariar las piedras finamente labrtadas. Hoy ya se ha perdido noticia del sitio arqueológico, que además está en terreno de propiedad privada. Se dice que algunas piedras las han lanzado al río, algunas las han usado para asegurar las bases del puente.

Pues bien, ¿por qué es importante conocer la historia de este sitio? Porque Huáscar, antes de la guerra civil, vio el lugar y le encantó, porque era un sitio estrecho donde el río se encajonaba, de manera que era ideal para hacer allí un puente. Trajo a sus mejores picapedreros del Cuzco, juntó piedras de Acoria, y los puso a trabajar. Ahí iban a hacer el Inca cachi, cerco del inca. Tenemos aquí un ejemplo de la palabra kachi que, como vimos, es puquina, y que llegó hasta Huancayo en labios de los cuzqueños. De manera que el nombre del distrito de Huayucachi puede traducirse ahora como “Cerco del barranco” (Huayhu kachi, en quechua-huanca), y no tiene nada que ver con la existencia de sal en el lugar, como suele decirse. El mismo nombre de Chupuro porta un sufijo puquina, pues si bien Chupu puede ser un promontorio o metafóricamente un cerro en forma abultada, el sufijo “-ro” no es aimara ni quechua, y significa lugar donde existe algo; de manera que Chupuro puede traducirse como “Lugar en donde el cerro adquiere la forma de un promontorio o chupo”.

Usted sostiene que palabras que todos creemos que son quechuas como tucuyricuy o inti son en realidad puquina. Hablemos de eso, ¿cómo así?

Efectivamente hay una “quechuización” a fortiori de los términos. En el caso de tucuyricuc, la raíz de la palabra era toqri, puramente puquina, y significaba gobernador, persona encargada del gobierno local. Al quechuizarse recibe el sufijo instrumentalizador quechua “-ku” más el adjetivador “-q”, y se tiene: “toqri-ku-q”. Entonces el quechua-hablante, o el historiador, que no conoce sino algo de quechua, en el mejor de los casos, corrige el término y dice toqrikuq no se entiende y entonces debe ser tukuy rikuq, o sea el que todo lo mira. ¿Se da cuenta cómo juega la imaginación? Y claro, un gobernador es el que debe estar al tanto de todo.

Ahora, sobre la voz inti. Esta no es palabra quechua ni aimara. En quechua, el astro era el Punchaw y en aimara el Willka. Pensemos en la palabra anti. ¿Qué significa? Pues, oriente, lugar de donde sale el sol. Y la palabra era de origen arahuaco, con distinta vocal que el quechua, lengua en la que se adapta con la vocal I: inti y anti tienen un mismo origen. Finalmente, el famoso Coricancha. Se cree que quri es oro y cancha, cerco, para significar “Cerco de oro”. La lingüística nos dice que el nombre primigenio era kachi, cerco, por un lado; y el modificador no era quri, sino kuri, rayo en puquina. Los incas adoraban primero al rayo y en sus templos esta divinidad ocupaba importante sitial. La palabra era entonces Curicachi, es decir “Cerco del Rayo”. Algo más: la plaza del Cuzco, el Aucaypata, que Garcilaso traduce como “Plaza del regocijo”, en su afán por quechuizarlo. Como dijimos al principio, al hablar de los Ayar, hawkwa o sawka es grande en puquina; por tanto, Aucaypata es implemente “Plaza grande”. En fin, hay ejemplos de este tipo de quechuización forzada a cada paso.