A Gustavo Rodríguez lo despertaron una madrugada, hace unos meses ya, para anunciarle que había ganado el Premio Alfaguara 2023 con su novela “Cien Cuyes”. Esta tarde en Huancayo, a unos minutos de presentar el libro, tiene todavía algo de esa felicidad que le llenó el pecho y la cara aquel día de amanecer limeño. Ha viajado por España y Latinoamérica presentado la novela y todavía tiene muchos aviones a los subirse. Pero aquí está, amable y agudo, para hablar un poco de su libro y de literatura.

¿El tema de “Cien cuyes” te eligió o tú lo elegiste?

Las preocupaciones siempre lo eligen a uno. En el caso de “Cien cuyes” empezó siendo el proceso de envejecimiento Yo no habría podido escribir esta novela a los cuarenta años y menos a los treinta. Creo que su sombra empezó a manifestarse cuando me aproximaba a los cincuenta años y empecé a intuir qué era lo que me esperaba en el resto del camino y también a preguntármelo, teniendo en cuenta que mi padre ya falleció, que mi madre empezó a languidecer, que mis mentores empezaron a desmoronarse también. Era una nube que se cernía sobre mí, pero no fue hasta que mi suegro falleció y hasta que fui testigo de sus últimos tiempos tan llenos de dignidad que no me sentí impelido a tratar de plasmar estas preocupaciones y lo que había vivido a su lado.

Y ¿tienes miedo a la muerte?

No, no. No tengo miedo a la muerte, lo que me suscita es tristeza en este momento de mi vida. Quizá porque siento que tengo una vida plena, rodeada de afectos, una vida que he sabido construir con armonía en ella. En este momento digo que me daría mucha pena despedirme de este tipo de vida. De las personas que amo. Me imagino que, si la vida me permite seguir siendo parte de ella, con los años mi psique se irá adecuando y espero irme ya no con tristeza sino con tranquilidad.

He oído que trabajas tus novelas a partir de mapas, esquemas, eres ordenado. ¿Logras respetar esos esquemas iniciales o los personajes y la historia te ganan?

Yo soy una combinación de escritor “mapa” y escritor “brújula”. Soy muy “mapa” cuando se trata de planificar la historia. No empiezo a escribir el día a día de una novela hasta no saber exactamente de qué va el argumento ni qué es lo que va a ocurrir con los personajes hasta el final. Pero, en el día a día, cuando se trata de llenar ese esqueleto con músculo, nervios, piel, aliento, todo aquello que hace vívida una historia, una fuerza interior mía se apropia de mi teclado y los personajes empiezan a hacer de las suyas, a sorprenderme con sus diálogos, sus ocurrencias. Es evidente que gran parte de mi inconsciente toma control del proceso en ese momento y, claro, dentro del esquema cambian algunas cosas siempre, pero básicamente los grandes lineamientos se mantienen.

Creo que se lo leí a Joyce Carol Oates, que la inspiración no es algo que te llegue sino la voluntad de sentarte a escribir así no hayan ganas. ¿Crees en la inspiración?

No creo en la inspiración como ese soplo divino que aparece de la nada, yo creo que la inspiración vista así es una mala traducción del proceso creativo. Para mí creatividad es buscar consistentemente la unión de dos nociones ya conocidas para lograr una original. Uno tiene que ir en búsqueda de esa confrontación, de la confrontación A+B me va a dar Z. Y claro, lo que me ha ocurrido y le suele ocurrir a los creadores en su proceso creativo es que muchas veces los frutos de esa confrontación ocurren cuando no están pensando en ella, en sueños, o cuando están paseando, caminando, o de pronto hay un detalle, ver determinada forma en el suelo, hace que uno diga, ah, acá está la solución. Yo creo en el proceso creativo como un trabajo que empieza siendo conscientemente trabajoso y que muchas veces se resuelve inconscientemente.

En “Cien cuyes” está presente el mundo andino, Eufrasia Vela, el huayno, Simbal, el idiolecto de algunos personajes. ¿Cómo te nutriste para hacer ello?

La clave de eso es que, hace un tiempo, decidí que mis ficciones transcurran en el lugar del universo que mejor conozco y ese lugar es Lima, la Lima contemporánea. Lima es la ciudad andina más grande el mundo. Entonces, si quieres hacer una ficción donde conviven, personajes “criollos” y andinos o frutos de la migración andina es inevitable que haga referencia al Ande. Mi padre era cajamarquino, el primer pueblo andino que yo conocí, lo conocí en Trujillo y le rindo cierto homenaje en Simbal, que es el pueblo que elegí como cuna de Eufrasia y de su hermana. Y al vivir todos los días en una sociedad tan andina como la peruana es imposible que –si no tienes las antenas estropeadas- no mames desde pequeño toda esa cultura.

Además, el trato entre Eufrasia, el personaje andino, y los ancianos ricos es igualitario. No la tratan como empleada sino como una amiga. ¿Esto fue consciente de tu parte, quiero decir que exista este tipo de horizontalidad?

No lo planeé así. Las relaciones que planteo entre Eufrasia y quienes cuida son fruto de décadas de observación, de varios ancianos acomodados atendidos por mujeres extraordinarias y bondadosas como Eufrasia, lo cual me lleva a que, sin buscarlo, haya planteado que la vulnerabilidad iguala. Sea la ancianidad, la enfermedad o un terremoto, cuando la vulnerabilidad entra a habitar en la atmósfera empezamos a vernos más como seres humanos y menos como productos de nuestro sesgo.

Y para hablar del Premio Alfaguara, has estado de gira ya en varios países de Latinoamérica, también es España y creo que aún continuarás. ¿Estás cansado?

Sí, estoy cansado pero como quien practica su deporte favorito. Es un cansancio bueno. Puede ser agotador vivir entre hoteles, ir de ciudad en ciudad, pero también es maravilloso pensar en que algo que uno creó en total soledad e intimidad, de pronto haya sido apropiado por tanta gente a la vez que se conmueve. Eso yo lo agradezco. Soy de los escritores que agradecen eso. Quizá porque parte de lo que me hace escritor es la necesidad de comunicarme con las personas y ver que mi mensaje en la botella conecta con alguien. A mí me pone contento, me pone de buen humor, no soy huraño en ese aspecto, para nada. A veces extrañas tu casa, pero creo que es un precio justo a pagar por la inmensa satisfacción de entablar un diálogo así.

Te escuché decir que sigues siendo la misma persona después de este premio, aunque muchos te vean de otra forma, pero ¿se puede ser la misma persona después de un libro?

Yo creo que algo cambia en uno. No creo que haya una actividad humana en la cual uno sea haga tantas preguntas mientras la realiza. Escribir una novela significa que uno se pregunte miles de miles de preguntas. Desde las más nimias, como si debo usar este adjetivo o este gerundio, hasta las más trascendentes, como por qué este personaje está actuando así. Y son las preguntas las que nos despejan las inquietudes. El ejercicio de preguntarse y tratar de responderse, creo yo, es un activo valioso que quizá los escritores no nos demos cuenta que tenemos versus otros oficios.

Creo que fue ante el jurado, en la presentación del premio, que dijiste que de un tiempo a esta parte has dejado de pensar en el qué dirán de tu obra y ahora escribes lo que te dé la gana. ¿Es así? ¿Ya no hay una preocupación de lo que quiere el público?

Todo escritor siempre va a querer que su obra sea bien recibida pero, para mí, esa es una preocupación a posteriori. Lo que creo que me ha ayudado, en el proceso en sí, ya no me provoca quedar bien o impresionar a nadie como cuando uno es joven y más inseguro. Yo no tengo por qué impresionar a nadie, a la academia, a un lector ideal, a los críticos. En la medida en que trato de ser más auténtico conmigo mismo, yo siento que escribo mejor.