Desde niña, Rafaela Mallma de Coca conoció el sacrificio. Nació en Pomacancha, Jauja, y a los seis años ya vendía frutas junto a su madre, en los trenes que pasaban por La Oroya. “Ella me enseñó a trabajar, a hacer negocio, a no rendirme”, recuerda con nostalgia. Fue la segunda de siete hermanos y a los 16 años se convirtió en madre por primera vez. “He sido siempre bien sufrida, pero desde chiquita trabajadora”, dice con la voz entrecortada.
De su madre conserva los recuerdos más vivos. “Ella me enseñó todo lo que sé. Me enseñó a vender, a no tener miedo al trabajo, a levantarme temprano para salir al mercado, (su voz se quiebra al recordarla) ella está conmigo, siento que me acompaña siempre, la sueño casi todas las noches. Tengo una foto de ella conmigo y cuando la veo siento que está a mi lado y me da fuerzas”, expresa. Al igual que el recuerdo de su difunta madre, el amor de su familia es su sostén para no rendirse.
Toda su vida la dedicó al trabajo y a sus cuatro hijos laborando en lo que encontraba. Fue empleada en Lima, comerciante, criadora de cuyes y dueña de una tienda en Huancayo. Con esfuerzo, logró abrir un pequeño taller mecánico familiar. “Yo cocinaba para mis trabajadores, me levantaba a las cuatro de la mañana para ir al mercado. Todo lo que tenía era fruto de mi trabajo y el de mi esposo”, recuerda. Pero la pandemia golpeó duro, y cuando pensó que podía recuperarse con un contrato con la Municipalidad de El Tambo, el destino cambió por completo.

“Ese contrato nos llevó a la ruina”, dice con los ojos llenos de lágrimas. “Sacamos préstamos, confiamos en ellos, y nunca nos pagaron. Ahí empezó todo este calvario”. Hoy, la mujer que soñó con tener su empresa duerme a la intemperie, con una cadena en el cuerpo y un frío que se clava en los huesos. “A veces solo tomo agua, una fruta o una mazamorra en el día. No me voy, porque si me voy, me van a decir mentirosa, yo quiero quedarme hasta que me paguen.”
Sus días transcurren entre la esperanza y el cansancio. “Me duele el alma, señorita. A veces amanezco pensando: ¿qué pasará hoy día? ¿Me dirán algo? Estoy decepcionada, traumada”, confiesa. “Esto que me han hecho me ha marcado para toda la vida. Este dolor me acompañará hasta mi tumba”, dice entre sollozos. Cuando habla de sus nietos, su fortaleza se derrumba. “Me dicen: ‘mamita, ya sal de ahí’, y yo les sonrío, les miento, les digo que estoy bien, pero cuando se van, lloro sola”.
Rafaela dice que cada día le pide fuerzas a Dios para no rendirse. “A mí me gusta trabajar, no me gusta que me sirvan. Pero mírame, acá tirada en la calle, con frío. ¿Qué he hecho yo para merecer este castigo?”, se pregunta entre lágrimas. Aun así, asegura que no dejará que la indiferencia la venza. “Diosito es justo, y Él sabe que no he hecho nada malo”.

Su familia organiza este sábado 11 una pollada y truchada solidaria en el jirón Atalaya 1120, con la esperanza de pagar parte de las deudas y volver a empezar. “Queremos empezar de cero, señorita. Si la población se acongoja con nosotros, volveremos a trabajar. No quiero lástima, solo justicia”, dice, sosteniendo las tarjetas de la actividad que ella misma reparte.
Con el rostro cansado pero la mirada firme, Rafaela Mallma simboliza la lucha silenciosa de miles de mujeres que cargan el peso del hogar y la indiferencia de las autoridades. “He trabajado durante toda mi vida y aunque me hayan dejado sin nada, no me voy a rendir”, sentencia.