Las interminables noches de espera en las frías bancas de la agencia interprovincial Flores han llegado a su fin para . Su cuerpo, debilitado por los años y la , no resistió más.

Desamparo total

La exdocente de 80 años, natural de Junín y egresada de la Universidad Nacional San Luis Gonzaga, murió en el más absoluto abandono, sin familiares cerca, sin un hogar donde resguardarse, y bajo la sombra de un Estado ausente que no supo protegerla en sus últimos días de vida.

Durante meses, Bertha vivió como indigente, soportando el calor sofocante del día y el frío punzante de la madrugada. Dormía encorvada en las bancas de la agencia, con los pies hinchados por estar tantas horas en la misma posición, esperando quizá que alguien, algún rostro familiar, la reconociera y le ofreciera ayuda. Su único anhelo, relatado a medio locales, era volver a ver a su hermano, internado en el hospital regional. Pero el reencuentro nunca se dio.

La profesora fue hallada en condiciones críticas la noche del 12 de julio y, tras la insistencia de algunos trabajadore, fue trasladada al Hospital Augusto Hernández Mendoza por personal de los bomberos. Allí falleció en la madrugada del 17 de julio, sin visitas ni noticias de sus familiares. Su cuerpo, ahora, permanece en la morgue del nosocomio, a la espera de que alguien lo reclame.

Bertha no siempre vivió así. Fue una profesional dedicada a la educación, con título en Historia y Geografía, y ejerció en instituciones públicas. En su etapa final, sin embargo, la rodeó el olvido. Contaba con un inmueble registrado a su nombre en la calle Pisco, en pleno cercado de Ica, pero terminó viviendo en la calle. La soledad fue su última compañera.

Más allá de sus problemas de salud, Bertha también enfrentó la violencia. En 2020, denunció el robo en la casa de su hermano en Parcona, donde vivía junto a él tras la muerte de su cuñada. Personas desconocidas perforaron el techo de esteras y se llevaron sus pertenencias, buscando, según ella, que se marcharan por ser ancianos indefensos.

Su vida, marcada por el servicio docente, terminó en un contexto desgarrador. En sus últimos días, se aferraba al recuerdo de su hermano y a las esperanzas menguantes de conocer su estado de salud. Pero la indiferencia ganó la partida. Desde junio, su situación había sido expuesta públicamente, sin que se produjera un verdadero acompañamiento ni del Estado ni de la familia.

Lo más doloroso de esta historia no es solo la muerte, sino la forma en que ocurrió: lentamente, frente a todos, en una banca, bajo la mirada distraída de quienes pasaban sin detenerse. Nadie debe morir así. Y, sin embargo, Bertha lo hizo. A pesar de su formación, su entrega, su lucha por su hermano y su intento de resistir, falleció sin una mano que le ofreciera consuelo.

Su legado no debe caer en el olvido. Su historia debe servir como espejo social: ¿cuántos más como Bertha viven en el abandono? ¿Cuántos más están hoy a la intemperie, esperando una mano? Es urgente que se implementen planes sostenibles para proteger a los adultos mayores, garantizar sus derechos y brindarles una vejez digna.

Bertha Gutiérrez enseñó a generaciones. Hoy nos deja una última lección: que la indiferencia también mata. Y que la sociedad que olvida a sus ancianos está destinada a perder su humanidad. Su memoria debe ser un llamado urgente a la acción, a la empatía y al compromiso con los adultos mayores.

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