Viajar al Bajo Piura es palpar las cicatrices que dejó el desastre climático considerado el más feroz de los últimos tiempos. El Niño Costero arrasó con todo a su paso hace cinco años, pero su rastro aún está presente en cada rincón. El drama de los damnificados no termina. Esta crónica rememora lo que se vivió aquel fatídico día en Catacaos. (Foto: Cinthia Cherres)
Viajar al Bajo Piura es palpar las cicatrices que dejó el desastre climático considerado el más feroz de los últimos tiempos. El Niño Costero arrasó con todo a su paso hace cinco años, pero su rastro aún está presente en cada rincón. El drama de los damnificados no termina. Esta crónica rememora lo que se vivió aquel fatídico día en Catacaos. (Foto: Cinthia Cherres)

Los hombres no han dormido. Toda la noche se la han pasado colocando sacos negros llenos de arena. Uno sobre otro, para evitar que el agua rebase e inunde . Hace unas horas el río ha alcanzado su límite máximo en el Puente Sánchez Cerro, en la ciudad, y todos están alertas a un inminente desborde. Audios de Whatsapp vaticinaban por redes sociales un desastre gigantesco.

En Catacaos, un centenar de personas con los pantalones arremangados y las zapatillas embarradas trabaja para evitar que el río se desborde y llegue a las casas. Pero todo es en vano. El muro que han construido con sacos negros llenos de arena no es suficiente para detener la furia de la naturaleza. A las 10:00 de la mañana, el agua rompe el dique de sacos y, entonces, todos corren a sus casas, gritando que saquen sus pertenencias, sus animales, sus enseres. El caos se apodera del pueblo.

Imágenes que nunca olvidaremos
Miles de familias abandonaron sus hogares, tras el desborde del río Piura causado por El Niño Costero, fenómeno climático que dejó muerte y destrucción

Todos corren; yo también. Algunos se refugian en el techo de sus casas (más tarde descubrirán que fue una elección desacertada). En la maratónica carrera que he emprendido escucho a un indefenso gatito que se ha refugiado bajo un pequeño árbol situado a un lado de la carretera. Lo miro a los ojos y veo el reflejo de lo que siento en estos momentos: miedo. Sin dudar, lo recojo y lo coloco al interior de mi morral. Avanzamos juntos, haciéndonos compañía.

En solo minutos, el agua del río alcanza mis rodillas y, en algunos tramos, llega a la altura de mis muslos. El río ha tomado las calles de. Me siento confundida y ya no sé si la ruta que sigo es la correcta. Mientras la naturaleza destruye todo a su paso, siento que el miedo se apodera de mí y no me deja pensar con claridad.

De pronto, una escena de solidaridad me devuelve a la realidad: policías y pobladores atados a una cuerda luchan contra la corriente para llegar hasta una vivienda donde dos jóvenes y sus padres están atrapados, en el segundo piso de su vivienda. En medio del llanto, uno a uno va descendiendo y sumergiendo su cuerpo en el agua.

Entonces, recuerdo que una amiga vive en la zona y la llamo. Muchas personas se dirigen a la Compañía de Bomberos, que a estas horas funge de albergue. Parece un lugar seguro, pero no se sabe hasta qué momento.

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Hacia el mediodía, después de recorrer varias cuadras sumergida en el agua, me encuentro con Gianina, mi amiga y periodista que vive en Catacaos. Me lleva a su casa y me ofrece comida. Allí me entero que la empresa de energía eléctrica ha cortado el suministro por prevención. De pronto, la preocupación regresa a mí: primero, porque me he quedado atrapada; y segundo, porque no sé qué va a ser de mí cuando llegue la noche.

El retorno

Unos videos de la ciudad de Piura inundada se han viralizado en redes sociales. Pienso en mi familia y decido volver siguiendo la misma ruta por donde llegué. Gianina me acompaña hasta la avenida Cayetano Heredia —la principal de Catacaos—, y nos despedimos. Estoy sola nuevamente y con la batería del celular a poco de morir.

A las 3 de la tarde, tras permanecer sentada sobre las barandas de fierro de una banqueta, decido comunicar la situación a mi familia. A los segundos de terminar la llamada, el celular se me apaga. Tampoco hay donde cargarlo. No hay luz en todo el pueblo.

Las horas pasan mientras observo cómo unas personas usan una cuerda para cruzar las calles inundadas. La corriente de agua es tan fuerte que parece que no lo lograrán. Un hombre es arrastrado varios metros, hasta que es rescatado por otro grupo de personas que permanece alerta al otro lado de la calle. Luego de ver esa imagen ni siquiera pienso en intentarlo, porque no sé nadar.

Sigo sola, con una parte del cuerpo remojado en el agua, sin que nadie llegue a salvarme. Miro a mi alrededor y cada quien lucha su propia batalla. Entonces, entiendo que nadie vendrá por mí. Por lo menos no en un par de horas. Entonces me armo de coraje y pienso que, así como he entrado sola hasta el centro del pueblo, también podré salir. Aunque suena arriesgado, no tengo otra elección. Es eso o morir ahogada mientras intento cruzar la calle agarrada a una soga.

Horas interminables

Las horas avanzan, el cielo está oscureciendo y sigo sola e incomunicada. Me armo de valor y me retrocedo en busca de un camino alternativo, con menos agua. Me encuentro un éxodo humano. Así como yo, decenas de personas escapan del peligro. Madres con sus niños en ollas y tinas avanzan en fila india cogidas de la mano con la mirada puesta en el horizonte. Una de ellas me invita a unirme y me da la mano. No dudo en cogerla como si fuera mi madre.

En algunos tramos nos sumergimos más en el agua por el desnivel de la vía, pero seguimos firmes y unidas. Mientras avanzamos, a paso de procesión, reflexiono sobre lo que está ocurriendo. El es recurrente en Piura: ocurrió en 1983 y 1998. Pero no es igual que te lo cuenten a que lo vivas.

Al ver agua por todos lados, gente intentando salvarse, quiero llorar. Pero respiro profundo para no quebrarme. Siempre he sido fuerte, pero ver a las mamás con sus hijos, rescatando a sus animalitos, me parte el alma. Seguimos avanzando hasta que llegamos a la altura de la comisaría de Catacaos, que está inundada. La mujer con la que he cruzado las calles inundadas se despide. Tomamos diferentes rumbos.

Con el agua hasta la cintura, continúo hasta la zona denominada “El Cantarito”, donde entre todos los rostros distingo uno familiar. Es mi hermano que ha llegado hasta aquí para rescatarme. A paso ligero, sin importarle nada, se ha sumergido en el agua para darme el alcance y preguntarme si estoy bien. Al encontrarnos nos unimos en un abrazo interminable. Hoy se ha convertido en mi héroe sin capa, porque esta es solo una de las tantas situaciones donde me ha salvado. Evito llorar.

A los vecinos, el recuerdo todavía los sacude. Lo hará por mucho tiempo. El Niño Costero dejó una estela de dolor y horror a su paso por Piura. Aquí, en Catacaos, donde quiera que se mira, se ven las cicatrices: los cimientos de lo que fue una casa; una reja que no se ha vuelto a pintar; una carretera que no ha sido reconstruida, damnificados sin hogar.

No es la primera vez que una tormenta arrasa con todo por delante. La historia hidrológica nos recuerda dos Fenómenos El Niño. Pero El Niño Costero del 2017 marcó un antes y un después en el. También dejó cambios positivos en la población: además de solidaridad, los piuranos se unieron para exigir obras de prevención y a largo plazo. Por mi parte, aprendí que antes que la profesión, debe primar siempre la humanidad en cada uno de nosotros.

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