(Fotos: Arianna Balta)
(Fotos: Arianna Balta)

El sol todavía no caía del todo sobre la Costa Verde cuando los primeros acordes comenzaron a flotar desde Costa 21. El pasado 9 de noviembre, Veltrac Music Fest celebraba sus 15 años y la escena limeña lo sabía: había una sensación de celebración colectiva, de volver a encontrarse con un circuito que durante más de una década ha marcado el pulso alternativo de la ciudad.

El ingreso fue progresivo, y un público mixto —jóvenes que venían por Dillom, adultos que esperaban a James, curiosos que querían ver a Molchat Doma— se dispersaba entre los dos escenarios. Los primeros actos independientes calentaron un ambiente que aún olía a mar y a domingo, un preludio perfecto para una jornada que iba a moverse entre la melancolía y la euforia.

Los encargados de encender el escenario fueron Plastical People. Su presentación fue un recordatorio de que los festivales también son semilleros: guitarras limpias, teclados envolventes y una energía juvenil que conectó de inmediato con los primeros asistentes.

El segundo acto estuvo a cargo de Santiago Motorizado, quien llegó con su voz rasgada y su sensibilidad característica. Con un set íntimo y cálido, el argentino construyó paisajes emocionales que resonaron fuerte en la audiencia. Su música, a medio camino entre la melancolía y la crudeza, invitó a cantar, a recordar, a dejarse envolver.

La tarde dio un giro radical con la llegada de Primal Scream. La legendaria banda británica irrumpió con un sonido que mezcló rock, electrónica y psicodelia con una elegancia feroz. Fueron riffs clásicos, beats que subían como olas y ese espíritu libre que los ha convertido en iconos. El público más veterano saltó sin reservas; los más jóvenes descubrían, quizá por primera vez, la potencia de una banda que ha envejecido con estilo.

Con el atardecer en su punto más fotogénico, apareció Bratty para aportar luz, sensibilidad y melodías contagiosas. Su indie pop, suave pero emocional, dibujó una pausa encantadora entre los pesos pesados del cartel. Con su voz cálida y sus letras de desamores suaves y aprendizajes juveniles, convirtió el escenario en un espacio íntimo en medio del bullicio festivalero. Muchos corearon, otros simplemente dejaron que sus canciones acompañaran el ocaso.

Cuando las luces bajaron, el ambiente se volvió denso. Molchat Doma tomó el escenario como una sombra envolvente, convirtiendo Costa 21 en un club post-soviético al aire libre. Su mezcla de post-punk, cold wave y electrónica minimalista creó un trance colectivo. Fue uno de los momentos más intensos y atmosféricos del festival.

Después de ese viaje oscuro apareció Yami Safdie con una propuesta completamente distinta: fresca, luminosa y pop. Su presentación conectó de inmediato con el público joven, que coreó temas cargados de sinceridad.

Con pleno dominio de la noche, llegó uno de los momentos más esperados del festival: James. La banda británica subió al escenario con una naturalidad aplastante y un repertorio que desató un coro masivo. “Born of Frustration”, “Sometimes”, “Say Something” y sus más recientes temas resonaron como himnos generacionales.

Mientras muchos seguían procesando la emoción de James, el otro escenario explotaba con la energía de Dillom. El argentino apareció con su habitual mezcla de oscuridad teatral y trap irreverente, dirigiendo a una multitud más joven que saltaba al ritmo de cada beat. Fue una presentación visceral, provocadora y magnética. Representó la nueva ola del festival: cruda, ruidosa, auténtica.

Para cerrar la noche, nada mejor que la vibración inconfundible de Bomba Estéreo. Su mezcla de electrónica, sonidos caribeños y energía chamánica transformó la Costa Verde en un carnaval bajo las estrellas. El público bailó sin pausa; era imposible resistirse a la explosión rítmica de “To My Love”, “Soy Yo” y otros clásicos de la banda colombiana. Fue un final luminoso, colorido y expansivo.

Con un cartel que recorrió espectros sonoros opuestos —del indie al trap, del post-punk al tropicalismo electrónico—, el VMF demostró que la diversidad no es un adorno, sino su esencia. Una celebración sonora, plural y vibrante, que resonó desde el primer acorde local hasta la última explosión de baile caribeño.

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