El Gran Corso, como se solía llamar a Napoleón Bonaparte, que llegó a ostentar un poder extraordinario en la Europa de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, experimentó su mayor derrota militar y, con ella, política en la histórica batalla de Waterloo cuando se enfrentaron su ejército francés contra las tropas británicas, holandesas y alemanas al mando del famoso duque de Wellington y las del ejército de Prusia conducidas por el mariscal Gebhard Leberecht von Blücher.

Todo sucedió un día como ayer en la sencilla localidad de Waterloo, Bélgica, hace 200 años.

Napoleón hizo todo al revés. El esfuerzo de la Revolución francesa había acabado con el absolutismo del denominado Antiguo Régimen. Sus ansias de poder no tenían límites. Llegó a integrar un triunvirato (tres cónsules) que no le importó en lo más mínimo y prontamente terminó autoproclamándose emperador de Francia.

Los Estados Europeos fueron neutralizados por el poder de Bonaparte que los conquistó o hizo doblegar, rápidamente.

Estos mismos Estados luego concretarían la mayor conspiración para derrotar a Napoleón y reunidos en el famoso Congreso de Viena decidieron acabarlo.

Bonaparte sabía que su cabeza tenía precio aunque su caída no fue nada fácil. Vencido en una primera ocasión, fue enviado preso a la isla Elba, al sur de Italia, pero escapó al poco tiempo para promover los denominados Cien Días de Napoleón.

Una vez más, fue vencido y recluido para siempre en la recóndita isla Santa Elena, a 2800 kilómetros de la costa de Angola, en la zona atlántica africana, donde murió sin libertad, irónicamente, el 28 de julio de 1821 en que nosotros la alcanzáramos.

Sus restos descansan en París, en el Panteón de los Inválidos.

Desaparecido este genio militar y político francés, en Europa fueron restablecidas algunas monarquías, pero Napoleón ya había dejado el sello de su paso, como sucedió con el derecho.