La sociedad humana en su largo proceso histórico fue esclavista y los griegos fueron los primeros en legitimarla. Hoy subsisten métodos y prácticas flagrantes –por ejemplo, la trata de personas– que siguen mostrando el esclavismo en toda su dimensión, al reducir la libertad y dignidad humanas a un estado de infame humillación. Mientras Jesús de Nazareth pregonó que todos somos iguales, la Revolución Francesa (1789) acabó con el esclavismo, por el iusnaturalismo o derecho natural aparecido con la Ilustración, que consagró –erga omnes– que todos los hombres somos iguales.

Esta verdad fue consagrada el 10 de diciembre de 1948, como hoy, en la célebre Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU. Los millones de muertos que dejaron las dos guerras mundiales del siglo XX, superpuso a los derechos humanos como nunca. Aceptar que todos somos iguales por naturaleza no debió ser mayor problema, pero lo fue y sigue siéndolo por el prejuicio y la ignorancia sociales enquistadas en la sociedad internacional. La especie humana gobierna el mundo privilegiadamente por su racionalidad, que es su exclusivo y mayor atributo, entre todos los seres vivos. A pesar de ello, hay hombres que no se consideran iguales a los demás, o lo que es peor, se creen superiores.

Así, por ejemplo, hay intelectuales que se creen más que otros. La cultura en el proceso histórico, entonces, juega su rol y por supuesto está poderosamente alineada. Un hombre negro por solamente serlo era una res o cosa en los tiempos de Roma y un hombre negro por solo serlo actualmente es imputado delincuente porque siguen imponiéndose estereotipos absurdos en la carga social llena de racismo y discriminación. Felizmente la igualdad de los hombres ante la ley es una enorme garantía del derecho; también lo es que los derechos humanos siempre son superiores al sistema positivo o sistema de las normas jurídicas vigentes, es decir, los derechos humanos existen no porque estén referidos en la Constitución o en las leyes de un Estado. Los derechos humanos existen prescindiendo de las normas jurídicas porque son inherentes a la vida humana (antes de nacer: nasciturus) y a la persona humana (el nacido), es decir, le pertenecen durante toda su existencia.