Hoy se cumplen 73 años de la aprobación del Tratado Americano de Soluciones Pacíficas o “Pacto de Bogotá”, el mayor tratado panamericano que aboga por la paz como método para la solución de las controversias que pudieran surgir entre los países miembros de la OEA. Fue firmado en la capital colombiana en 1948 en el marco de la IX Conferencia Panamericana en que decidieron, incluso, conferir jurisdicción a la Corte Internacional de Justicia para el arreglo de sus diferencias. Gracias a este instrumento es que pudimos obligar a Chile para que acudiera ante la competencia del máximo tribunal de las Naciones Unidas que resolvió en 2014 la controversia de delimitación marítima que manteníamos pendiente. El pacto, entonces, relievó la insistencia del derecho internacional de incidir en el derecho de la paz como consagra la Carta de San Francisco de 1945, proscribiendo a la guerra como solución de las controversias, algo que ni el Tratado de Versalles (1919) -que puso fin a la Primera Guerra Mundial-, pudo llegar a realizar. La solución pacífica como norma de ius cogens, es decir, una categoría imperativa de cumplimiento obligatorio, es lo más revolucionario de la humanidad y esa obligación es erga omnes, es decir, para todos los miembros de la comunidad internacional, sin excepción. En efecto, luego de más 2000 años en que se había privilegiado al uso de la fuerza como práctica para arreglar los problemas, la paz dejó de ser parte del pregón de los deseos, y en cambio, se alzó juridizada, emergiendo -repito- como el único método universalmente válido para el arreglo de los conflictos, de allí que este preciado acuerdo, sellado en la capital cafetera del continente, fundó un derecho internacional garantista frente a cualquier vulnerabilidad que pudiera poner en riesgo la vida internacional americana. Se trata, pues, del tratado contemporáneo más comprehensivo para la paz que confirma a nuestra región como un espacio del planeta esencialmente pacífico.