El probable incremento de sueldo de la presidenta Dina Boluarte resulta, a todas luces, increíble. En un país sumido en una crisis política, social y moral, este anuncio no solo es inoportuno, sino que además parece diseñado para generar indignación. ¿Qué podría motivar semejante decisión?
Tengo tres hipótesis. La primera es que el Gobierno ha adoptado una peligrosa estrategia de provocación sistemática: discursos altisonantes, medidas desconectadas de la realidad y gestos insensibles que irritan a la ciudadanía. Este eventual aumento salarial encajaría perfectamente en ese patrón.
La segunda posibilidad es más calculada: el aumento sería una cortina de humo. En días recientes, el médico cirujano Mario Cabani ha desacreditado públicamente la versión que la presidenta dio sobre sus intervenciones estéticas, dejándola en una posición vulnerable frente a denuncias por falsedad genérica y omisión de funciones. A esto se suma la indignación por la inacción del Ejecutivo ante la masacre de 13 personas en Pataz. El aumento de la criminalidad sigue sin una respuesta contundente del Estado.
La tercera es quizá la más preocupante: estamos ante una presidenta que, agobiada por la presión política y social, ha perdido el rumbo. Este podría ser un gesto desesperado, una señal de que ya no le interesa sostener una imagen pública ni responder a la posibilidad de una vacancia. Un acto de rebeldía institucional con consecuencias nefastas.
Lo cierto es que Dina Boluarte parece haber caído en una espiral autodestructiva. Su gestión se ha caracterizado por la inacción, la falta de políticas públicas claras y una preocupante desconexión con las necesidades de la población. Ni siquiera existen planes esbozados que apunten a soluciones de fondo. En este contexto, sorprende —aunque ya no tanto— la cerrada defensa que recibe de sus ayayeros en el Ejecutivo y el Legislativo. Para ellos, los estándares de evaluación parecen no aplicarse a la presidenta.
En una democracia, los ciudadanos otorgan el poder con la esperanza de obtener resultados. Pero en este caso, los resultados brillan por su ausencia. Lo más alarmante es que todo parece ir de mal en peor. El rechazo a la mandataria es casi absoluto en todo el país. Su figura, lejos de unir, se ha convertido en el símbolo de un país que no encuentra salida. El único espacio donde aún se ignora esta realidad es el Congreso, cuyos integrantes insisten en empujar un carro que va directo al abismo.