Los debates entre candidatos al Congreso dan la impresión de ser una campaña al Ejecutivo, cuando se trata de renovar la conformación parlamentaria para concluir el mandato legislativo iniciado el 2016. A pesar de tratarse de una elección complementaria prevista en la Constitución, es la primera vez que ello ocurre a raíz de la historia que ya conocemos, pero insisto en el carácter disuasorio de la disolución prevista en nuestro ordenamiento que, nuestra precariedad institucional, no debiera aconsejar una decisión presidencial de esta naturaleza, incluso a pesar de cumplirse todas las condiciones para su habilitación conforme con las disposiciones constitucionales.

Las descalificaciones, ofensas, malentendidos y falta de juego limpio entre los candidatos para un nuevo Congreso, no auguran el fin de la crispación Ejecutivo-Legislativo sino el abrupto cambio de jugadores durante un mismo partido. En este contexto, la visita de los observadores extranjeros en los próximos días, demandará una previa explicación sobre la coyuntura política en la que se desenvuelve este proceso electoral extraordinario, pues, nos encontramos con partidos que no están debidamente estructurados, regidos por democracia interna, donde sus pocos políticos de profesión pertenecen a la generación de los años ochenta y principios de los noventa, una continuidad democrática sin consolidar, así como partidos de gobierno con un alto índice de mortalidad al final de su mandato.

El domingo 26 de enero, día de las elecciones, está por llegar. Cualquiera que sea el resultado, el mayor riesgo es que la figura de la disolución parlamentaria se convierta en una fórmula recurrente para aplicar en el futuro, cuando el presidente de la República carezca de una mayoría congresal, produciendo el fracaso de la política, teniendo en cuenta que desde julio de 2001 ningún jefe de Estado ha contado con mayoría propia y ha podido gobernar.