Los últimos capítulos de la guerra terrorista para imponer al mundo un islam sanguinario y abyecto son un desafío vital para pueblos y gobiernos civilizados. El asesinato de inocentes que ha estallado en Francia coincide con la invasión a Europa de casi un millón de refugiados que huyen del salvajismo de ISIS. Los severos ajustes de la crisis económica y la creciente islamofobia no impidieron su acogida humanitaria en varios países. Pero los ataques en París plantearon dos preguntas: ¿es prudente acoger nuevas masas de musulmanes? ¿Cómo impactarán los inmigrantes en el duro mercado de trabajo y en los presupuestos deficitarios del estado de bienestar europeo?

“El islam nunca fue una religión de paz. El islam es la religión de la guerra”, dijo el líder de ISIS, Al Baghdadi, en un mensaje sonoro e insolente (https://youtu.be/pqW0oSxdXmE). La mayoría musulmana dice condenar la yihad (guerra santa), instigada por interpretaciones del Corán que premian a los suicidas que matan infieles. Pero el dios Alá carece de una organización como la Iglesia católica, y la ausencia de autoridades eclesiásticas en el islam sunita (90% de los musulmanes) es un gran obstáculo para descalificar las herejías que invocan Al Qaeda y el Califato Islámico. ¿Cómo actuar entonces en el frente religioso de una “guerra” contra terroristas agazapados en cualquier sociedad? Si el islam condena verdaderamente la yihad, ¿por qué sus imanes y ayatolas no se reúnen para proclamar una doctrina que descalifique las interpretaciones heréticas del Corán que justifican el terrorismo? ¿Por qué no afirman inequívocamente que el misericordioso Alá castiga a los musulmanes que lo toleran y financian? ¿Por qué?

El problema se agrava porque el islam es o quiere ser Estado. Iglesia y gobierno civil fueron separados como consecuencia de las guerras de religión que diezmaron Europa. La secularización política nace con la Ilustración, la Declaración de Independencia de EE.UU. y la Revolución Francesa. En ellas está el origen de la democracia, los derechos humanos y los valores de la libertad consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948). Pero basta leerla para comprobar que los estados islámicos y las dictaduras abominan esos valores. ¿No urge entonces sincerar la diplomacia multilateral para que la comunidad de naciones pueda asumir un papel eficaz en la lucha contra la epidemia terrorista?