Ser policía es un sacerdocio. Quienes no internalizan la vocación de servicio y el estar dispuesto a entregar la propia vida por el cumplimiento de la sagrada misión de servir y proteger al ciudadano, simplemente no merecen vestir el uniforme policial. Así lo entendimos quienes, en la historia reciente de nuestro país, asumimos esta tarea, luchando contra el terrorismo, el narcotráfico, y la delincuencia común y organizada.

Anualmente, miles de jóvenes participan en los concursos de admisión de las escuelas de Policía en las diferentes regiones del país. Desde la humildad de su procedencia, son el reflejo puro de nuestra sociedad con sus defectos y virtudes.

A todo aquel policía involucrado en actos delincuenciales que traiciona su juramento de honor, se le debe aplicar la ley sin contemplaciones. Apartarlos de sus filas debe ser el principal propósito institucional.

Resulta paradójico que los más acérrimos críticos de la actuación policial, quienes, cuando dirigieron el sector interior se dedicaron a debilitar la institución creando falsas narrativas y pretendiendo imponer su agenda de municipalizarla y darle naturaleza civil, procedan de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que en los últimos nueve años ha recibido del Estado más de 20 millones de soles (Fuente: SEACE) para capacitar a los coroneles policías que luego tienen la responsabilidad de dirigir la institución.

“Ama tu Institución” dice el decálogo policial. Los buenos policías tienen la obligación de honrar este principio con sus buenas acciones, conservar la mística institucional, mantener siempre su moral en alto y actuar con la satisfacción del deber cumplido como mejor recompensa.

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