Me gustan las novelas de Bryce Echenique pero su “No me esperen en abril” ocupa un lugar predilecto en mi memoria. Para muchos es una historia de amor contrariado, para mí, sin embargo, sobresale en tanto relato sobre la amistad. Bryce tiene razón cuando escribe que “así como el amor es ciego, la amistad es entender hasta lo que uno no entiende de sus amigos y perdonarles absolutamente todo, aunque joda”. También me gustan las frases con que sostiene su tesis, por ejemplo, cuando cita a Joseph Conrad: “a medida que transcurren los años y el número de palabras escritas crece a buen ritmo, también crece en intensidad la convicción de que solamente es posible escribir para los amigos”.

En efecto, de cierta forma, uno vive para los demás, especialmente para los amigos. Cicerón, en su Laelius o De la Amistad profundiza en la naturaleza de la confianza que nace del amor fraternal: “Pienso que nada malo le sucedió a Escipión; si algo malo le sucedió a él, a mí me sucedió; pues angustiarse gravemente por sus propias desgracias es propio del que ama no al amigo sino a sí mismo”. Entiendo que el cristianismo supera todo esto cuando afirma que “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. En un mundo dominado por pasiones de toda índole, la amistad es un bálsamo que debe cuidarse con delicadeza pero también con realismo. El ser humano es falible y falla rutinariamente. La grandeza de la amistad solo llega con el perdón.

Amistad y perdón van de la mano. En un país dividido, de visiones maniqueas y pulsiones cobardes, la solución pasa por mantener la amistad. He allí la tolerancia del verdadero amor.