La Constitución peruana de 1993 cuenta con dos mecanismos de control parlamentario que suelen confundirse con facilidad: el antejuicio y el juicio político. La diferencia no se reduce a tecnicismos jurídicos, se trata de una barrera que impide instrumentalizar el poder en un arma de persecución política o impunidad.
El antejuicio actúa como una garantía procesal para el ejercicio de la administración pública. Se busca impedir que los altos funcionarios —presidente, ministros, altos magistrados— sean sometidos a denuncias penales formuladas por la oposición política. El Congreso no se ocupa de juzgar culpabilidades ni calificar delitos, sólo autoriza, o no, a levantar el fuero para que el Ministerio Público investigue y el Poder Judicial juzgue. No es un blindaje, busca evitar que el proceso penal sea un medio revanchista. El juicio político, en cambio, se mueve en el territorio de la responsabilidad política, es decir, lo que importa es si se produjeron infracciones constitucionales en la alta función pública. El Congreso puede destituir o inhabilitar al funcionario para proteger la separación y equilibrio de poderes.
El Tribunal Constitucional ha advertido que confundir ambos mecanismos produce graves distorsiones, por ejemplo, castigos penales disfrazados de control o juicios políticos vaciados de contenido, pues, cuando el Congreso olvida sus fronteras de actuación se convierte en juez y parte. Por eso, diferenciar el antejuicio y juicio político preserva la estabilidad, para que cada alto funcionario cumpla su función con decoro y sin atropellar la institucionalidad. Una lección básica que la ciudadanía debe aprender en democracia.




