En pleno siglo XXI, las democracias han adoptado leyes y políticas contra la discriminación racial, étnica, religiosa y sexual, pero estas no se aplican de igual manera al antisemitismo, cuya persistencia irracional se convierte en una prueba crucial para la democracia. Este prejuicio ha sido históricamente un precursor de exclusión y opresión hacia otros grupos.
Ejemplos como la Alemania nazi, la Inquisición Española o los pogromos rusos muestran cómo los ataques iniciales a los judíos se expandieron rápidamente a otras minorías. Hoy, discursos antisemitas en diversas democracias o regímenes dictatoriales sirven de base para perseguir a inmigrantes, afrodescendientes, musulmanes, LGBTQ+ y más.
El antisemitismo actúa como un modelo de exclusión que legitima el odio hacia otros y fomenta ideologías opresivas. En Europa, el auge de corrientes ultranacionalistas y xenofóbicas, con figuras como Orbán (Hungría), Salvini (Italia), Le Pen (Francia), Wilders (Países Bajos), Abascal (España), Fico (Eslovaquia), evidencia esta amenaza.
Así como las democracias buscan limitar monopolios económicos en aras del bien común, , deberían también frenar la polarización ideológica que elimina al diferente y erosiona los principios democráticos.
El antisemitismo no es solo intolerancia hacia los judíos, sino un síntoma de la fragilidad de las democracias. Cuando en nombre de la libertad se ataca a judíos en universidades o la prensa mientras se ignoran otras represiones, la democracia pierde terreno. En esta prueba ácida, la convivencia democrática enfrenta un desafío que la humanidad aún no supera.