Perú culminó la fase de grupos de la Copa América con un saldo ligeramente positivo. Acaso lo más importante, aún más que la misma clasificación, sea que la selección nacional ha dejado ver una apuesta de juego definida, la misma que reúne ciertos elementos que la afición reconoce como parte de la estirpe del fútbol peruano; toque al ras del piso, posesión, velocidad por las bandas, y una hasta hoy inédita paciencia para afrontar los momentos más complicados.

En lo que va de la Copa, Perú se ha mostrado como un equipo sólido y compacto, al que es difícil hacerle daño. En contra de las predicciones, que auguraban que la experiencia y jerarquía de Vargas, Pizarro y Guerrero marcarían nuestro destino en el torneo continental, han sido los jóvenes quienes se han robado las palmas. Christian Cueva, en primer término, le calló la boca a varios. Luego de las muchas críticas por su convocatoria, el volante aliancista ha respondido con creces a la confianza depositada por Gareca. Lo mismo ocurre con Advíncula, que muestra un importante crecimiento técnico; ya no es más el carrito chocón torpe y veloz de hace cuatro años. Carlos Ascues, por su parte, es otro acierto del ‘Tigre’. Reconvertido de volante a central, el “patrón” ha mostrado sobriedad y seguridad, y cada día se entiende mejor con su “tocayo” Zambrano.

Por ello, hoy vale ilusionarse. No porque seamos un gran equipo, ni porque tengamos posibilidades reales de traernos la copa a casa, sino porque luego de mucho se vislumbra una luz al final del túnel. Las promesas del mañana no parecen tener las mismas taras mentales que los “fantásticos” del pasado. Pareciera que les sobra valor y les falta vergüenza. Y ese es el ADN de cualquier equipo con aspiraciones reales.