Está cobrando cada vez mayor importancia la idea de que funcionarios de la Embajada de los Estados Unidos de América en Cuba -reabierta luego del proceso de normalización bilateral que llevó adelante el expresidente Barack Obama con su homólogo cubano Raúl Castro en 2015- habrían sido objeto de ataques sónicos -con uso de tecnologías- que los han menoscabado con trastornos auditivos y gastronómicos. Hasta el secretario de Estado, Rex Tillerson, no se ha quedado callado y ha dicho en tono enérgico que a la referida vinculación bilateral la “tenemos bajo evaluación”. Una situación de esta naturaleza, que el propio jefe de la diplomacia estadounidense califica de “muy grave”, puede tener consecuencias perjudiciales para la relación entre ambos países que, a mi juicio, podrían volverla más compleja, como lo fue por más de 50 años desde que Fidel Castro llegó al poder en la isla por su denominada Revolución Cubana (1959). De allí que, si acaso se llegara a confirmar que el gobierno cubano tiene mucho que ver con lo sucedido -lo que sinceramente no creo-, Washington no lo va a pensar dos veces y cancelará todo mecanismo de acercamiento al que hasta ahora hayan podido llegar ambos gobiernos, con efectos muy sentidos para La Habana, que es el lado más débil de la pita. Todo sigue siendo objeto de intensa investigación y la Casa Blanca no quiere imputar nada a la isla si no cuenta con información cabal que comprometa al gobierno cubano. Para nadie es un secreto que al presidente Trump no le interesa Cuba. Pregonó que iba a deshacer todo lo que había hecho su antecesor, y aunque todavía nada de eso se ha cumplido, ganas no le faltan. Es probable que Trump esté buscando un pretexto, pues si en verdad quiere desmejorar la relación con La Habana, lo va a hacer. Podría suceder que la investigación concluya que terceras potencias estén muy metidas en el ataque sónico. En ese caso, Washington va a querer reaccionar contra los demás Estados.