No hay justicia sin independencia. Cuando se pierde la independencia, el ejercicio de la justicia deviene en un acto político, en un hecho de poder, en la prolongación de una decisión parcial, sesgada y motivada particularmente. La justicia responde a un Estado imparcial. La decisión política es propia de un Estado capturado por una facción que utiliza el aparato represor jurídico para imponer su agenda y avanzar en sus objetivos. Esto, que sucede a menudo, el Derecho lo identificó rápidamente, y por eso los juristas clásicos crearon las garantías para frenar el abuso y evitar la desviación cesarista, la pulsión dictatorial.
Por eso, ante la dictadura y el cesarismo, pronto se construyó la noción de autoridad. Fue el jurista clásico, el detentador por excelencia de la autoridad, es decir, del saber socialmente reconocido. Del saber que toda la sociedad conoce. Este conocimiento particular del Derecho se convirtió en un freno para la pulsión autocrática, en una barrera sólida, a veces, incluso, en el último dique que salvaguardaba la libertad. El jurista era el guardián de la libertad y actuaba de esta manera porque conocía el Derecho y en virtud a tal conocimiento era capaz de oponerse al poderoso. Porque solo la persona con autoridad era capaz de frenar las locuras del poder y los arranques abusivos del poderoso.
Todo eso se ha perdido en la actualidad. El Derecho ha sido instrumentalizado por el poder, la política ha infectado los fueros del Derecho. La independencia ha sido profanada, la libertad, por tanto, corre peligro. Urge una restauración de la autoridad en el Ministerio Público y en todo el sistema de justicia. Para ello, la política debe ser extirpada por los propios operadores de la justicia. Solo así, de manera independiente, el Estado de Derecho es capaz de perdurar.