La última vez que conversamos por teléfono me comentó lo ilusionado que estaba por continuar un trabajo académico sólido que él reconocía como importante para el país. Eran las palabras de un auténtico caballero, un hidalgo cristiano, de esos que todavía quedan y son la sal de la tierra, como quiso el Maestro. Allí donde hubo desunión, Augusto Ferrero buscó la unidad, allí donde se propuso la violencia, Augusto optó por la paz, y dónde muchos quisieron el silencio y el odio, Ferrero apostó por el diálogo y la caridad cristiana. De eso conversamos una vez, cuando presentó uno de sus muchos libros en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en Madrid, de la necesidad de tender la mano a los que no piensan como uno y de cómo la música, el arte, la política, pueden servir para construir sistemas perdurables que engrandezcan a los países por encima de la pequeñez de cada generación.

Se nos ha ido un grande del país en absoluto silencio, como suelen irse los que de verdad aportan a la historia. Los verdaderos maestros influyen en la vida de los alumnos de una forma determinante, construyen y enseñan a perdurar, dejan su huella en pequeños actos que transforman el ritmo de cada día en sinfonías perdurables que nunca dejan de escucharse porque compilan en sí toda la bondad y la generosidad de las almas grandes. Recuerdo nuestra conversación sobre la belleza oculta de “Los miserables” de Víctor Hugo, que él apreciaba tanto, y cómo valoraba el heroísmo de los que lucharon en guerras de antemano perdidas. Los caballeros tienen esta debilidad por la gloria y el honor.

Todo lo que hacemos repercute el tiempo. Descansa en paz, querido Augusto. Vita mutatur, non tollitur. La vida cambia, no termina. Volveremos a vernos en la patria celestial.

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