El resultado de la guerra de poder que hemos vivido los últimos años es un país inmovilizado en las decisiones más importantes y necesarias. El Perú se mueve en automático. Es imposible pensar en reformas de largo plazo que nos transformen en una nación capaz de liderar el Pacífico Sur. Por el contrario, nos arrastra la corriente de lo cotidiano, caen ministros cada mes y el gobierno sigue en pie, porque el pueblo vive de espaldas a la política y la desprecia. En este país nos hemos acostumbrado a padecer sin reflexionar, a sufrir sin catarsis ni autocrítica, a vivir como espectadores, no como actores.

La inmovilidad es un signo claro de decadencia. Lo que está a punto de morir no se mueve. El declive de nuestro Estado empezó con el jacobinismo que desató un grupo pequeño pero bien organizado que destruyó el Derecho y la presunción de inocencia. En vez de ampliar los consensos para lograr las reformas, nos hemos atrincherado en mayorías pegadas con babas que carecen de un proyecto nacional, salvo el de la supervivencia. Se está desperdiciando una oportunidad magnífica para iniciar un gran debate sobre todo lo que nos afecta: la salud, la seguridad, la educación, la infraestructura. No sabemos a dónde vamos y lo más terrible es que ni siquiera nos interesa preguntárnoslo. Así las cosas, nuestro destino es la nada.

Algunos piensan que está ignorancia en los objetivos es provechosa para el desarrollo, porque existe una mano invisible y omnipotente. Otros conspiran para mantener el sectarismo y la desunión, aprovechando el encono y la rabia que se han acumulado durante estos años. O abandonamos el piloto automático y nos hacemos dueños de nuestro destino o condenamos a nuestros hijos a la irrelevancia continental.