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Es obvio que el nuevo gabinete que juró ayer al cargo no es el de la reconciliación, pero es también evidente que no habría ninguno capaz de encajar en ese desgastado término con el grado de intemperencia que existe en casi todos los partidos políticos. Asumiendo que el dichoso calificativo posindulto ha sido el primer error del Gobierno en esta nueva fase, la recomposición es fruto de un esfuerzo genuino, legítimo, pero limitado por el permanente estado de sabotaje al que es sometido el régimen de PPK, estado que la oposición haría bien en meditar. El gabinete que empieza seguirá teniendo las limitaciones de los anteriores, el Gobierno se mantendrá débil por su fragilidad partidaria, su bancada no dejará de ejercer una representación simbólica y Kuczynski insistirá en su precariedad intelectual y su inexistente visión de estadista para gobernar. Si todo ello va a perpetuarse, entonces ¿qué sentido tiene seguir atosigando y arrinconando al Gobierno? ¿Qué objetivo subalterno, ruin y malsano está detrás de patear a un muerto? ¿A cambio de qué tanto afán desestabilizador? La respuesta es puro cálculo político, intrínseco rédito electoral, mera intención de canjear músculo por protagonismo, cámaras y figuración. El mensaje va para todo el espectro, desde el Frente Amplio y su disparatada moción de vacancia, pasando por el APRA y su ridícula indignación por la designación de Javier Barreda y Abel Salinas Rivas, hasta el fujimorismo de Keiko, cuya imagen obstruccionista tendría que haber llegado al límite. La sociedad debe empezar ya a tomar nota de la destructiva codicia de una oposición irresponsable, a la que le interesa un pepino el país, y a memorizar el nombre de los boicoteadores para darles de beber en las urnas de su propia medicina.