Algunos amigos del trabajo tuvieron a bien regalarme una brújula por ciertos retos académicos que la providencia me ha presentado por estos días. Este inteligente regalo me ha hecho pensar en lo importante que es tener objetivos en la vida ¿Cuántas personas viven de manera automática en medio de nosotros? ¿Cuántos subsisten sin preguntarse cual es el sentido de sus existencias? Creo firmemente que todos tenemos un propósito personal, que hemos sido creados para algo que sólo nosotros y nadie más que nosotros puede realizar.

Eso es un privilegio, qué duda cabe, pero también es una gran responsabilidad. Que cada uno tenga una misión nos hace partes de una rompecabeza con un sentido superior a nuestras existencias personales. ¿Cómo saber si estamos cumpliendo con esa misión? ¿Cómo dilucidar si nos acercamos al verdadero objetivo de nuestras vidas? Creo que la felicidad es un signo claro de que andamos por el camino correcto. Esto es lo que el cristianismo llama “paz interior”. La verdadera felicidad no es la pulsión sentimental del animal instintivo. La auténtica felicidad está definida por dos palabras: serenidad y plenitud.

Nuestro tiempo necesita que la humanidad recupere la brújula perdida de las grandes preguntas. No hay objetivos concretos y nadie se pregunta nada si vivimos en una época de miedo. El miedo paraliza la introspección y elimina las preguntas anclándose en certezas sociales. La civilización del temor ha fomentado la expansión de una sociedad sin preguntas, una sociedad de respuestas emotivas, sensibles, instintivas. Para recuperar el mando de nuestras vidas tenemos que conocer qué clase de destino buscamos para nosotros. El destino del hombre o el del animal. A todo esto se opone el relativismo global.

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