El que vio a sus abuelos, a sus padres fundar y forjar una empresa —o fundó la suya— sabe que detrás hay un sueño: sostener a su familia, dejar un legado, generar empleo, aportar al país: trascender. Y cuando se crea ese negocio, uno pone toda su alma en él. Con los años, y con perseverancia, el negocio crece. Quizá los hijos no quieren o no pueden estar y ya no alcanza para estar en todo. Entonces, se delega. Se entrega la gestión a alguien más.

Ese alguien —ese gerente— asume una responsabilidad seria. No se trata solo de administrar transacciones. Se trata de ser coherente con el encargo. De alinear el discurso con los hechos. De respetar y fortalecer la cultura interna antes de imponer su propio propósito. De recordar que esa empresa no es solo un activo: es el esfuerzo de toda una vida.

Entonces, al escoger a esa persona, hay que ser muy cuidadoso. No importa dónde estudió. Importa entender si viene con una agenda personal bajo el brazo. Si entiende que, antes de hablar de sostenibilidad, innovación o responsabilidad social en foros y entrevistas, sabe empezar por dónde hacer la tarea en casa.

No se busca solo a alguien que cuide el centavo —eso también es parte del trabajo, claro—, sino a alguien que comprenda que su verdadera responsabilidad es transformar, innovar y hacer crecer el negocio. Crear valor. Hacer que la empresa trascienda.

Innovar no es una pose ni un eslogan. Es una obligación ética. Transformar no es una moda. Es un deber con quien confió. Y si va a comunicar, que sea para inspirar. Para construir cultura. No para lucirse.

Busco gerente. Pero no cualquiera. Uno que sepa que está a cargo de una herencia.