No es un secreto que la palabra “congresista” se haya vuelto, en el imaginario popular, sinónimo de “ladrón”, “delincuente” o “sinvergüenza”. En la calle ya no hay espacio para los eufemismos. Lo trágico es que nuestros legisladores, lejos de intentar lavar su imagen, se empeñan cada semana en embarrarla más. Parece que compiten entre ellos por ver quién cae más bajo.

El último espectáculo lo protagonizó la congresista Kira Alcarraz, quien reaccionó con violencia verbal y tono matonesco ante una periodista que tuvo la osadía de preguntarle por qué había contratado a la pareja de su hijo en su despacho. El rostro crispado de la legisladora fue el retrato perfecto de un poder que se cree impune. No fue un exabrupto: fue una confesión de cómo entienden el cargo. Con razón nueve de cada diez peruanos desaprueban al Congreso.

Por si fuera poco, días antes, Héctor Valer —sí, el mismo que tuvo un efímero paso por la Presidencia del Consejo de Ministros— empujó, insultó y hasta escupió a un periodista en Puno. No fue un arranque de ira, fue una declaración de principios. La intolerancia hacia la prensa parece haberse convertido en el nuevo reglamento interno del Parlamento.

El problema es que cada una de estas escenas grotescas fortalece el discurso de los antisistema que sueñan con dinamitar el Congreso, reescribir la Constitución y empezar de cero. Cuando los supuestos defensores de la democracia se comportan como matones de barrio, lo único que logran es que la gente empiece a mirar con simpatía a los que prometen “barrer con todo”.

Así, el Congreso no solo se autodestruye: arrastra consigo a la institucionalidad democrática. Y lo hace entre gritos, amenazas y escupitajos, como si el país no mereciera más que un circo.