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Corría el crudo invierno del año 1076 cuando Enrique IV, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, partió contrito de Alemania y cruzó los Alpes a duras penas, alcanzó la Lombardía y destrozado por el viaje arribó a una fortaleza construida sobre el macizo pétreo de los Apeninos: el castillo de Canossa. Allí, en medio de aquel bosque de piedras medieval, vestido con el sayal de un humilde penitente, descalzo y con gruesas lágrimas de contrición, el Emperador, azotado por el viento gélido y la lluvia tempestuosa, imploró durante dos días y dos noches, flagelado por el más estricto ayuno, hasta que, finalmente, la mañana del tercer día, Su Santidad, el papa Gregorio VII, dio la orden de que le permitieran entrar para otorgarle la gracia de su perdón.

El problema entre ambos personajes era muy grave. Los dividía la querella de las investiduras. El Emperador ofendió al Pontífice y este lo había excomulgado inmediatamente. Hoy, muchos alegan que Keiko debe darse por vencida cuando todavía no hay un resultado institucional cierto. Sin embargo, Fuerza Popular no debe olvidar que Kuczynski ha lanzado durísimos ataques contra Keiko y sus dirigentes: “El hijo de un ratero es ratero también”, “se viene un narcoestado que nos va a matar a todos”, “el fujimorismo está rodeado de narcotraficantes”. Antes de conversar con Kuczynski, se debe esperar el resultado final y también se tiene que exigir que los responsables de semejantes ataques recorran el sendero a Canossa y pidan perdón a los ofendidos y a todo el Perú.

Algunos dirán que en una campaña todos se lanzan pullas. Pero esto no es cierto. Keiko no ha dicho nada que se parezca o tan siquiera se aproxime a los ataques del señor Kuczynski. Todo el que ejerza la violencia política mintiendo tiene que pedir perdón. Por su propio futuro y por el bien del Perú.