El inicio errático de Pedro Castillo en el gobierno lo ha puesto en medio de dos frentes. Uno, el externo, reflejado en la oposición política y la opinión pública que no le ha dado tregua desde el primer día por sus decisiones; otro, el interno, que proviene del mismo partido Perú Libre, de la presión que ejerce el ala radical izquierdista que dirige Vladimir Cerrón.

Son dos presiones distintas, pero que ponen a Castillo en un constante tira y afloja, como si estuviera zarandeado por ambos lados, inestable e indeciso. Es esta realidad acaso la que más atenta contra el actual gobierno, pues empeora su situación política, ya de por sí diezmada por la evidente improvisación y falta de expertiz.

De este modo, Castillo se enfrenta a una opinión pública que le demanda -no sin razón- cuadros más moderados y plurales, más tecnócratas y menos personajes ideologizados de dudosa procedencia. Pero, además, Castillo tiene enfrente, o mejor dicho a su costado, al partido que lo acogió y lo llevó al poder y que le pide su cuota, su lealtad política a este y a los principios que juró defender en cuanta plaza pública pisó en campaña. No es, como se puede ver, una salida fácil para él. En su afán de contentar a ambos, o al menos intentar no decepcionar a ambos, termina por ahondar el ruido en su contra.

Sin embargo, Castillo está en la obligación de gobernar, de actuar como presidente. “Gobernar no es fácil”, dijo hace poco Ollanta Humala, “fácil es ser oposición”. Pues Castillo debe decidir, y entender que gobernar es justamente dar pasos claros y precisos, en medio del ruido, para un fin supremo. El país debe estar hoy, más que nunca, por encima de los sectarismos y las ideologías. Y eso va para ambos lados del candelero.