Tiene razón el presidente Martín Vizcarra cuando señaló ayer que no serán los críticos de la pobre labor del gobierno en el combate al coronavirus los que tendrán el juicio más criterioso y justo sobre lo que significó su gestión. Será la historia, ha dicho el primer mandatario, con la arrogancia macerada por 100 días de vicisitudes, dilemas y tensiones, la que lo colocará en el banquillo y determinará si lo absuelve en el juicio inevitable y crónico de la posteridad. La de ayer no fue cualquier declaración del presidente. Fue una frase fermentada por el hartazgo, avinagrada por las críticas, largamente alimentada por la bilis de la impotencia. Así pues, el que saldrá hoy en conferencia de prensa no es el personaje entusiasta, el líder revestido de optimismo y empuje que convocaba a un país al esfuerzo estoico e histórico de la unidad. No, no es el de los largos monólogos de atmósfera motivacional y que invitaba a tirios y troyanos a abrazar la misma causa, y a defender el confinamiento como el arma invencible contra esta guerra inesperada, invisible y letal. Los tiempos cambiaron y quien ahora habita en Palacio es un ser redomado por el hastío, contrariado por las traiciones, acorralado por la fatalidad. Es un fantasma taciturno que divaga, que pulula y flota en el espectro insondable de la indefinición y que detesta los fundamentos de su abandono. Porque Vizcarra se ha quedado solo. Lo dejaron sus más asiduos defensores, su prensa amiga, sus cómplices ideológicos. Pero lo peor ha sido que también dejen de creer en él los millones que han salido despavoridos a las calles y mandado al demonio los excesos de su cuarentena. El amplio abanico va desde el empresariado hasta la “sociedad civil”. Hoy Vizcarra ya ni siquiera acepta las críticas y siente que lo mejor es apelar a la historia. Coincidimos. Ella sabrá interpretar mejor el drama de cargar 25 mil muertos sobre las espaldas y la tortura de gobernar en estos cien días de soledad.    

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