Ayer comenzó el proceso de desarme de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), conforme los compromisos derivados del Acuerdo de Paz definitivo a que llegaron con el Gobierno de Colombia. El presidente Santos lo ha calificado de histórico y no deja de tener mucha razón. Mientras las FARC tengan en su poder armas, jamás habrá paz para Colombia. El desarme, entonces, es una condición fundamental e innegociable para asegurar que la paz sea una realidad político-social. Las FARC están cumpliendo. Para la guerrilla no ha sido fácil comenzar a entregar sus armas, pues saben que sin ellas están totalmente neutralizadas y vulnerables. Es de esperarse que el Gobierno Nacional también cumpla su compromiso, es decir, asegurar las condiciones para la plena reinserción de los alzados a la vida civil colombiana. Este proceso, que debió comenzar en diciembre del año pasado, deberá realizarse en el plazo de 180 días y su protocolo de cumplimiento será liderado por la ONU. Eso está muy bien. El armamento, que será fundido, servirá para levantar monumentos a la paz en Nueva York, en La Habana -recinto de las negociaciones- y en la propia Colombia en un lugar por determinar. Lo importante será que Colombia pueda alcanzar un clima de tranquilidad y de paz, ausente por más de 50 años. La voluntad política está presente en el país cafetero, de lo contrario no se hubiera llegado a nada. No olvidemos que la violencia que azotó el país fue estructural y esa realidad no le permitió en más de medio siglo concentrarse en la agenda del desarrollo. A partir de ahora los colombianos deberán compenetrarse en que la paz es real y es para siempre, de lo contrario todo habrá sido un acto iluso. Ni el gobierno ni las FARC pueden cambiar las reglas del proceso de dejación de armas, porque podrían tirar por la borda la confianza, base de todo lo alcanzado.

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