Hace ya un buen tiempo, en una reunión reciente con algunos funcionarios públicos, alguien —con total seriedad— propuso que para priorizar proyectos de infraestructura, lo primero que debíamos considerar eran las restricciones presupuestarias. Confieso que aún me cuesta procesarlo. ¿Desde cuándo las limitaciones son brújula de desarrollo?

La infraestructura no es un lujo: es la columna vertebral del país que aspiramos a ser. Y si de aspiraciones hablamos, deberíamos empezar por mirar alto. ¿Queremos ser la potencia agroindustrial del mundo? Entonces necesitamos irrigaciones inteligentes, caminos rurales en perfecto estado, y puertos modernos que saquen nuestra producción al mundo con eficiencia. ¿Queremos convertirnos en el destino turístico favorito del planeta? Requiere aeropuertos regionales de calidad, conectividad sin sobresaltos y ciudades preparadas para recibir con orgullo. ¿Queremos dejar de ser meros exportadores de materias primas? Hablemos de parques industriales, clústeres tecnológicos, y centros logísticos que multipliquen el valor de lo que producimos.

Si seguimos eligiendo proyectos con mentalidad de contadores y no de estadistas, nunca daremos el salto. Seguirán ganando los proyectos fáciles, baratos, pero irrelevantes. Y cuando finalmente logramos ponernos de acuerdo sobre qué infraestructura necesita el país, caemos en otra trampa: pelearnos por el cómo. La modalidad de ejecución debe escogerse por una sola razón: su capacidad de gestionar mejor el proyecto, de entregarlo más rápido, con mayor calidad, menor riesgo y sostenibilidad en el tiempo. No por criterios fiscales o financieros exclusivamente. No caigamos en trampas.