La congresista Lucinda Vásquez ha logrado lo impensable: superar el umbral de la sinvergüencería. Luego de difundirse las imágenes en las que un trabajador le corta las uñas de los pies en su despacho, la parlamentaria no solo no pidió disculpas ni asumió responsabilidad, sino que se atrincheró en el papel de víctima, hablando de “venganza” y “manipulación”. Una defensa tan absurda como el hecho que intenta justificar.
No es la primera vez que Vásquez se ve envuelta en escándalos. Ya fue denunciada por el cobro de “mochasueldos” y por contratar a familiares, pero nada parece afectarle. En lugar de mostrar un mínimo de vergüenza o respeto por la investidura que representa, se aferra a su curul con la tranquilidad de quien sabe que en el Congreso la impunidad es norma, no excepción.
La Comisión de Ética ha anunciado una denuncia de oficio. Pero seamos realistas: su historial de “sanciones” es un cementerio de expedientes dormidos. En casi cinco años, los casos de corrupción, abuso de poder y grandes escándalos se han resuelto con simples amonestaciones o sanciones simbólicas.
El caso de Lucinda Vásquez no es una anécdota grotesca: es el reflejo de un Congreso que ha perdido toda noción de pudor y responsabilidad pública. Y lo más triste es que, una vez más, todo indica que nadie pagará por la vergüenza ajena que hoy sentimos todos los peruanos. Ojalá nos equivoquemos.








