Ayer la presidenta Dina. Boluarte ha planteado que se abra el debate sobre la pena de muerte para violadores de menores, una propuesta que más bien parece lanzada para contentar a las graderías en momentos de prolongada frialdad en cifras de popularidad, pues por más que en lo personal pienso que esos engendros no debería seguir sobre la faz de tierra, hay que ser realistas y darnos cuenta que el sistema de justicia, tal como está, no se encuentra en condiciones para decidir sobre quién vive o quién muerte en el Perú.
Por más que se trate de lacras como violadores y quizá asesinos, seamos realistas y veamos qué clase de jueces y fiscales tenemos. Si como hemos visto hace poco, son capaces de venderse por un arreglo de sala y comedor, un viaje a Estados Unidos, un pulido de puertas de baños, un blanqueamiento dental o un coqueteo por parte de un payaso de la televisión, cómo vamos a poner en manos de esta gente la vida de un ser humano por más indeseable que sea, por más que realmente merezca morir.
La mandataria está aprovechando políticamente la indignación que sentimos los peruanos tras el asesinato de una niña de 12 años en Villa María del Triunfo para lanzar esta propuesta, la misma que en mis 32 años de periodista he escuchado a varios presidentes, congresistas y candidatos a lo que sea, sin que nunca se haya pasado más allá del debate en los medios, hasta que todo pasa al olvido y reaparece ante un nuevo hecho de sangre que lleva a la gente en las calles a pedir la cabeza del algún asesino.
Más bien, ante el caso de la niña asesinada en Villa María del Triunfo y el de Sheyla Cóndor, en Comas, el papel de la Policía Nacional ha sido lamentable por su inacción. Frente a esto, la presidenta Boluarte y el Ministerio del Interior podrían hacer mucho para evitar crímenes de este tipo que nos horrorizan a todos. Sin embargo, la jefa de Estado opta por lanzar una propuesta que ella misma sabe que va a terminar en nada porque el sistema de justicia se cae a pedazos.
Antes de pensar en pena de muerte, debería hacerse una reforma integral del Ministerio Público y el Poder Judicial para que sean muy distintos a lo que son en la actualidad, en que no ofrecen mayores garantías de procesos justos. Este cambio tendría que pasar por una buena purga y por afinar los procesos de selección para que a las diferentes plazas de jueces y fiscales accedan solo los mejores abogados. La administración de justicia no puede estar en manos de magistrados “hermanitos”, “chibolines” o títeres de alguna ONG.