Todo polariza en el país. Absolutamente todo. La última razón para colocarse en un bando u otro ha sido, como era de esperarse, la agresión sufrida por la presidenta Dina Boluarte, en Ayacucho. Desde entonces, ha habido voces prudentes que, pese a su oposición al régimen y su tendencia izquierdista, han condenado el hecho porque la violencia no se puede avalar bajo ningún punto de vista, pero también una mayoría de este sector recalcitrante y odiador se ha colocado, sin rubor, detrás de las mechas arrancadas y no ha tenido el más mínimo recato para mostrarlas como un trofeo. Bajo argumentos pueriles, justifican el ataque a quien personifica a la nación apelando a la indignación que sienten quienes han perdido a familiares en las protestas que ellos denominan “sociales” pero que en realidad constituyeron, en gran parte, una guerra desalmada y cruenta de grupúsculos proterroristas y organizaciones radicales que pululan en la ilegalidad. Bajo su lógica, no hay que esperar ningún decisión judicial que dirima responsabilidades e identifique a los culpables de las muertes porque bajo su esquema de democracia figurativa e interesada, genuflexa con sus intereses, cualquiera puede hacer justicia con sus propias manos y tirar de los cabellos, de una honda o de un arma de fuego sobre quien se le dé la gana porque se les privó del derecho de incendiar una sede judicial o fiscal, de quemar vivo a un policía o de tomar un aeropuerto a punta de bombardas y molotov. Ese es el nivel de esta supuesta reserva moral del país, la misma que desacreditó el brillante legado del gran Pedro Suárez Vertiz porque apoyó a Keiko Fujimori y que no quiere que les recuerden que votaron por Pedro Castillo y tuvieron como símbolo a la corrupta Susana Villarán. Los eternos dueños de la razón pública han sido expuestos otra vez, se han soltados las trenzas o las mechas.

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