Los padres de la Iglesia decían que toda confianza que no se basa en Dios tarde o temprano queda decepcionada. Esta premisa es el fundamento del equilibrio de poder en la política, pues en efecto, la política es el arte de la confianza posible, de la síntesis realista, de la suma que impide el caos particular. O la guerra fraticida, de ser el caso. En la política peruana, ¿quién puede confiar y en qué? Los últimos años atestiguan una feria de vanidades sin parangón, una danza macabra de persecuciones y arrebatos donde la venganza se disfraza de justicia y el odio se cubre con la túnica de la democracia. Siendo así, ¿en quién confiar?, ¿qué palabra empeñada podrá ser de valor? La crisis peruana también es una crisis de confianza.

La volatilidad de la confianza política destruye la democracia. Las instituciones necesitan un mínimo de imparcialidad, un rastro de objetividad. Todo eso hace falta en el Perú desde que se inició la absurda guerra política que nos ha dividido. Sin confianza es imposible pactar, llegar a acuerdos mínimos, restablecer el Estado de Derecho y hacer viable una salida temporal. La guerra política ha desnudado las falencias de todos los partidos pero las líneas cruzadas durante el conflicto han hecho inviable un diálogo racional que aspire a restablecer las garantías mínimas de una República.

Para restablecer la confianza es imprescindible que las voluntades más realistas se aglutinen para identificar a los enemigos de la paz social. Continuar con este enfrentamiento civil es suicida. Nadie gana, solo los que medran en el caos. La paz debe alcanzarse mediante acuerdos entre personas que piensan distinto. Es hora de unos pactos del Bicentenario.