En el Perú, como en otros países de la región, la criminalidad organizada puede convertirse en asunto de seguridad nacional cuando supera la capacidad de respuesta de las fuerzas del orden y pone en riesgo la estabilidad del Estado, la soberanía, la integridad territorial o sus instituciones democráticas. Este escenario nos suena familiar y puede escalar hasta justificar la participación central de las Fuerzas Armadas. El punto llega cuando las organizaciones criminales establecen control efectivo sobre regiones enteras, como está sucediendo en el VRAEM o en Trujillo, Piura y Chiclayo donde representan un riesgo directo para la soberanía nacional. Cuando se infiltran en el aparato estatal, corrompen niveles altos de gobiernos regionales, municipales o instituciones como la Policía, el Poder Judicial o el Congreso. Así se socava gravemente el orden constitucional. Cuando hay vínculos con actores armados como los remanentes del terrorismo en las “zonas en emergencia”. Y mas aún cuando se afecta la economía y la estabilidad interna como está sucediendo dramáticamente en el primer emporio industrial y comercial del Perú, el de Gamarra. Se trata de impedir que el crimen organizado controle sectores económicos estratégicos como el comercio, la minería, o el tráfico de tierras lo que desestabilizaria regiones completas y generaría crisis migratorias, sociales y ecológicas. Estamos cerca. Muy cerca de la violencia masiva y el desborde social por desesperación. Sabemos por experiencia que el terror paraliza la vida ciudadana, que si los gobiernos colapsan se justifica una respuesta excepcional. No olvidemos que el año pasado en Ecuador, el crimen organizado pasó a ser declarado “conflicto armado interno”, y las Fuerzas Armadas asumieron el rol directo del combate. No estamos en ese punto, pero podemos llegar.

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