Uno. A nadie sorprende la cantidad de ministros que ha nombrado el gobierno durante su breve gestión. Ya van más de cincuenta y seguramente serán varios más. Es natural que un gobierno sin partido que lo respalde genere estos escenarios de precariedad. Ahora bien, esto, que es previsible, no es bueno ni para el país ni para el gobierno. La precariedad solo es comprensible ante un estado de emergencia, pero todos los estados de emergencia tienen que terminar. Si se prolongan caemos en las repúblicas fallidas, en la anarquía. El Perú no puede transformarse en un Campo de Agramante donde todos se pelean con todos. Hay que restaurar la paz.
Dos. La paz es la consecuencia de la guerra. La paz se consigue tras un largo y doloroso periodo de lucha. La lucha en el Perú pasa por la lenta y aburrida formación de partidos políticos, por la construcción de facciones capaces de tener una visión de país, un modelo de Estado, una especie de utopía indicativa, algo que conseguir. Los partidos, por supuesto, se enmarcan en la gran discusión ideológica de nuestro tiempo, pero son esenciales para evitar la anarquía, la destrucción del todos contra todos, la miseria del adanismo y del caudillismo tan presentes en nuestra cultura. Los buenos cuadros tienen que ser formados y captados en los partidos, formados para el gobierno y captados desde todos los sectores bajo un solo principio: la meritocracia. Tienen que gobernar los más preparados, los mejores.
Tres. Al menos eso es lo que pensaba Tomás de Aquino, quien decía que deben gobernar “los que destaquen en la virtud de la inteligencia”. Para eso hay un sendero concreto, el gobierno no se improvisa, se ejerce y se aprende, como toda técnica. Desde abajo, desde el puesto más cercano al pueblo, con un solo ánimo: servir al país.