En ocasiones, el desánimo ocupa un espacio significativo en la entraña más íntima del hombre, produciendo un auténtico desgarramiento interior donde predomina el venenoso desgano que corroe por dentro, la tristeza profunda que tritura con crueldad y el avinagramiento de la propia vida, unido al hondo sentimiento de insignificancia personal y a la incertidumbre de saber si las acciones que realizamos tienen o no alguna eficacia. Un desánimo que parece encadenado al pecho y que impide ver algún rastro de luz, pues uno está tan inmerso en lo que ocurre en la oscuridad del corazón, que excluye torpemente la posibilidad de alguna venturosa salida. Dice José María Escrivá en su obra Camino de 1939: “¿Qué importa que de momento hayas de recortar tu actividad si luego, como muelle que fue comprimido, llegarás sin comparación más lejos que nunca soñaste?”. Cuando esta triste condición personal nos hunde con dureza y parece ahogarnos en el desánimo, florece de forma espontánea la virtud de la esperanza, esa indestructible e inseparable compañera que alienta desde dentro, vigorizando nuestra voluntad y llenándonos de dulces promesas, pues no estamos condenados a la desdicha ni a la amargura duradera. Leyendo hace poco el libro Cinco panes y dos peces del obispo François-Xavier Nguyen Van Thuan, quien fue encarcelado por el régimen comunista vietnamita entre 1975 y 1988, se encuentra consuelo en su testimonio. Dice Van Thuan: “Las librerías católicas han sido confiscadas, las religiosas han sido enviadas a los arrozales. Todos los prisioneros como yo esperan su liberación. Yo no esperaré más. Voy a vivir el presente colmándolo de amor. Tengo miedo de perder un segundo viviendo sin sentido”.