La condena a 14 años de prisión para el expresidente Martín Vizcarra no es solo un hecho judicial. Es un símbolo que debe ser leído en toda su dimensión política y moral: el poder ya no garantiza impunidad. Quien traiciona la confianza del pueblo puede y debe responder ante la justicia. Vizcarra ha sido condenado por corrupción durante su gestión como gobernador de Moquegua, pero su responsabilidad pública no termina allí. Aún debe explicar sus decisiones durante la pandemia, así como el cierre del Congreso que lo convirtió en un gobernante sin fiscalización. La justicia tiene todavía un largo camino pendiente en su caso. Su ingreso a la prisión de Barbadillo lo convierte en el cuarto expresidente privado de libertad, compartiendo destino con Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Castillo. Sin contar a Alberto Fujimori. Es un hecho dramático y vergonzoso, pero también aleccionador: en nuestro país, la justicia toca la puerta de los más altos cargos cuando es necesario. Esta realidad puede ser vista como un fracaso político, pero también revela un país que se resiste ante la captura por la corrupción. Una nación que intenta sanar sus heridas y reconstruir su democracia enfrentándose incluso a sus máximos representantes. Que este hito no se diluya. La justicia no puede quedar como una reacción episódica a la crisis. Debe ser una regla firme, constante y preventiva. Perú envía hoy un mensaje claro: traicionar el mandato del pueblo tiene consecuencias. Y cuando la justicia actúa, la democracia respira. Los muertos por el mal manejo de la pandemia siguen intranquilos. Esperan verdad y sanción. El pueblo peruano también. Queremos un país que logre derrotar la viveza, el aprovechamiento político y la corrupción. Y estamos en ese camino.

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