Las democracias también se enferman, no es una novedad, pero sí es necesario reconocer sus síntomas cuando se manifiestan.  El primero de ellos se evidencia cuando la ciudadanía no se siente representada por sus políticos y, el segundo, si tampoco comprende el papel que debe cumplir la oposición parlamentaria. La temperatura óptima para su normal funcionamiento se produce cuando el principio representativo, otorgado en las urnas, se armoniza con los intereses que los partidos se comprometen a defender. Las ideas sobre cómo garantizar las libertades, alcanzar la justicia y el bienestar general producen la simpatía y adhesión ciudadana a una agrupación política mediante el voto libre. Una relación que se debe fortalecer en el tiempo; cuando ella se rompe, es decir, si predomina la agenda propia e individualista al interior del partido, si pierden la sintonía con sus representados, se produce la primera alarma para tener en cuenta y corregir el camino, de lo contrario perderán electores.

La segunda señal se manifiesta cuando los ciudadanos olvidan el sentido de la naturaleza, posición y ejercicio de la dinámica de los partidos que conforman la oposición política en una forma de gobierno; un factor imprescindible para cualquier democracia, como es el deber de fiscalizar los actos del ejecutivo (pesos y contrapesos), convirtiéndose en la representación política de quiénes consideran que todo lo realizado por el gobierno se pudo hacer mejor durante su mandato y que, de cara a los próximos comicios, se encuentran mejor preparados para actuar en favor del bien común. Por eso, la docencia escolar, superior y la que pueda ejercer la sociedad civil es vital para su comprensión, pues se trata de la dinámica que promueve alternancia, la clave para la salud y continuidad democrática en toda comunidad política.

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