No es un secreto que la política suelta los demonios de cada uno, despierta pasiones, genera enfrentamientos y disputas, motiva defensas a ultranzas y ataques como un regimiento desbocado... El fútbol también.

Por ejemplo, a pocos días de la Copa América en Estados Unidos, el caso de Renato Tapia se discute como si nuestro futuro dependiera de ello. Negarse a viajar porque no se le garantiza un seguro ha generado voces a favor y en contra del furtbolista. El que salió primero a poner paños fríos fue el presidente de la Federación Peruana de Fútbol (FPF), Agustín Lozano, y luego le tiró la pelota al técnico Jorge Fossati. El hecho de decir que todo depende del técnico da mucho que pensar. Es evidente que no quiere solucionar este problema en su condición de máximo responsable del fútbol peruano.

La raíz del problema es una profunda falta de credibilidad y confianza. Tapia no confía en Lozano, un político devenido en dirigente de fútbol. ¿A quién respeta la gente? ¿A un político que casi nunca cumple lo que ofrece? La respuesta es obvia. Lozano está desacreditado, no solo por su pésimo manejo de la FPF, que nos ha devuelto a los peores años de la blanquirroja, sino también por sus líos judiciales. Recientemente, se le embargaron cinco inmuebles por un monto de 3 millones de soles y enfrenta procesos por enriquecimiento ilícito tras su paso por la alcaldía de Chongoyape, Lambayeque.

La corrupción en el Perú es un lugar común, pero tener a personas vinculadas a esta lacra al frente de la FPF, una institución sin control ni fiscalización adecuada, es inaceptable. Si hoy el país está en crisis y parece tocar fondo, es por la falta de confianza en las instituciones, alimentada por la corrupción y la perpetuación de figuras que ven sus cargos como puertas hacia la fortuna personal.

El caso de Renato Tapia - uno de los futbolistas más importantes de la selección peruana- es más que un simple desacuerdo contractual. Es un reflejo de la desconfianza que permea nuestras instituciones, desde la política hasta el deporte. El fútbol, como reflejo de la sociedad, muestra cómo la falta de liderazgo y transparencia en las altas esferas puede desmoronar la confianza y la moral en todos los niveles.