El canto melodioso de los pájaros en las mañanas (que siempre estuvieron allí y que ya habíamos dejado de escucharlos).
Los choferes de los taxis con sus tapabocas, sus ojos y su voz sin labios. La distancia social permitida, el pago en monedas dejándose caer sobre sus manos, meticulosamente.
Las calles desiertas y limpias, las miradas de los policías y soldados, sigilosas y hasta amables. El movimiento de cabeza a manera de saludo.
Las videollamadas como reemplazo de las visitas y de las reuniones, de todos aquellos momentos en familia y entre amigos que hoy parecen tan lejanos.
La llamada del padre a su hijo, la llamada de la madre, de las hijas a las abuelas y a los abuelos. La llamada de la abuela que le dice a su nieto desde el otro lado del mundo que no se quiere morir sin volverlo a abrazar.
Las noticias falsas y verdaderas todo el tiempo, desde las pantallas del teléfono y desde las pantallas de las computadoras. Una y otra vez, todo el tiempo.
Las series de Netflix, las películas y el dolor del cuerpo, de la parte espaldar del cuerpo, de tanto estar echados mirando la TV.
Los faltosos que son cogidos del cuello de sus camisas o sus camisetas; esa estadística que avergüenza e indigna y despierta el aplauso del capitán cachetada.
El rostro (ya familiar) del presidente al mediodía, el programa cotidiano que nos trae alguna nueva medida, alguna nueva revelación que podría cambiarlo todo.
Los médicos y las enfermeras, el riesgo y la vocación, la pasión hasta las últimas consecuencias.
El reporte cotidiano, esa sensación de Apocalipsis como nunca antes, el asombro y la congoja, la emoción y la expectación generalizada.
Todas estas vivencias que nos hacen sentir miedo, terror y a la vez esperanza. Todas estas vivencias que nos cambiarán para siempre, a nosotros y a todos los demás que viven y seguirán viviendo en este mundo.