Inenarrable es el dolor de los pueblos que caen bajo el terrible yugo de las dictaduras. El problema de la tiranía acompaña el desarrollo de la política desde sus orígenes. En efecto, los tiranos se suceden a lo largo de la historia y la degeneración de los pueblos está acompañada, siempre, de una oscura pulsión autoritaria. Decían los antiguos que la virtud solo puede florecer en una República de equilibrio y autoridad, pero que este régimen óptimo solo era posible entre una clase muy particular de personas. Es cierto, porque, aunque todos somos libres no todos saben emplear la verdadera libertad. Lo cierto es que la dictadura ha sido un régimen que todos los pueblos han probado y al que han retornado a pesar de las lecciones. El deseo es superior a la memoria, más aún cuando se trata de la ciencia del poder.

Lo de Cuba, por ejemplo, debería inmunizar al continente para siempre. Sin embargo, a pesar de la contundente evidencia, de las pruebas materiales y del ejemplo histórico, no son pocos los que defienden un régimen totalitario, cainita e ineficaz. El rechazo debería ser visceral ante la realidad del castrismo pero la realidad importa poco a las ideologías. Las ideologías venden sueños, no recetas posibles. Desconociendo lo que sucede, terminan por destruir la realidad que prometieron mejorar.

Deberíamos contemplar detenidamente el espejo cubano. Tendríamos que estudiar su realidad actual. Pero esto es pedir peras al olmo. Como pueblo, desconocemos incluso nuestro pasado inmediato. Hemos olvidado el velascato, sepultamos a Sendero Luminoso y encerramos en el baúl de los recuerdos el estatismo populista y la demagogia tercermundista de los ochenta. Así llegamos al bicentenario, intentando explicar el declive mientras caminamos en la oscuridad.

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