Una de las campañas presidenciales más intensas llevadas a cabo en nuestro país fue la de 2010-2011. En ella, la palabra “inclusión” se convirtió en el caballito de batalla de uno de los candidatos. Se hizo alusión a un sector de la población excluido, negado de las oportunidades que brindaba el país para “unos cuantos”. Se prometió cerrar brechas socioeconómicas. Fue una palabra de mucha fuerza, de gran pegada, pero también, con el tiempo, manoseada. Tan así fue como, en nombre de la “inclusión”, se crearon programas sociales que rápidamente fueron cuestionados. Hacia 2016, el nivel de filtraciones en tales programas alcanzaba el 35%, según cálculos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Aquello de la inclusión y cierre de brechas terminó quedando en el discurso. Así, sumar el concepto de sostenibilidad en la estrategia empresarial se volvió una necesidad: generar valor y fortalecer su impacto en el entorno, cerrando brechas y construyendo país. Con un Estado ausente en muchos lugares del interior del Perú: el 97.1% de los establecimientos de salud de primer nivel con capacidad instalada inadecuada; el 51% de colegios de educación básica en riesgo de colapsar; el 49.6% de hogares sin agua las 24 horas del día, surgen los espacios para que el sector empresarial genere desarrollo. Obras por impuestos, programas de encadenamiento productivo, de salud, de educación. Suena a reemplazar al Estado, sí. Pero, si no nos involucramos, el descontento social seguirá en aumento, con la consecuente pérdida de legitimidad de un empresariado que sigue confiando en que el Estado hará un uso eficiente de los recursos que este genera, a través del pago de impuestos.