Muchos estudiantes viven en una burbuja de comodidad: no arriesgan, no dudan, no fallan. Aprenden lo justo para aprobar… pero no lo suficiente para crecer. El verdadero aprendizaje, sin embargo, ocurre cuando nos aventuramos en lo desconocido, donde las respuestas no están garantizadas y el error forma parte del proceso.
Juan evita participar. Piensa: “¿Y si me equivoco?” y prefiere callar para no exponerse. El miedo a la crítica lo paraliza. Mario, en cambio, levanta la mano, responde, se equivoca y escucha. “Así aprendo”, dice. Su meta no es tener razón, sino comprender mejor.
Laura ha rechazado varias propuestas para liderar proyectos. “No estoy segura de poder con eso”, dice. Se siente estancada, pero el miedo a fracasar la mantiene en lo conocido. Ana aceptó liderar un proyecto que la sacó de su rutina. Dudó, tropezó, pidió ayuda, mejoró. “No sabía si podía… hasta que lo hice”, reflexiona.
Cada vez que un alumno siente que lo que hace en el colegio le resulta indiferente, tedioso, aburrido o inaccesible, se cultiva en él el impulso a evadir. Pero cuando percibe que ha enfrentado retos interesantes, complejos y con sentido, se despierta en él el deseo de aprender, de invertir esfuerzo en algo significativo y relevante para su vida. Juan se convierte en Mario. Laura en Ana.
El aprendizaje auténtico incomoda: desafía certezas, exige esfuerzo, y abraza el error. La educación de vanguardia no evita el tropiezo: lo convierte en maestro. Quien nunca sale de la zona de confort… nunca descubre de qué es capaz.