De marchas y vergüenzas

Se podrían organizar marchas por tantas razones. Hay marchas y marchantes, incluso aquellas donde se pueden encontrar juntos a los agresores y sus víctimas, los dos lados de un mismo problema, y mirarse las caras. Si alguien sale a marchar, es porque quiere expresar, con esa acción, que ha adoptado una determinada posición respecto de una causa. Y que todo no termina allí, en la marcha. La marcha es solo el símbolo, la representación de ser consecuente con una forma de pensar y de actuar. Lo contrario sería como ir a misa, pedir perdón por tus faltas y continuar realizándolas hasta que llegue el nuevo domingo, y así sucesivamente. Tomarse el pelo a uno mismo. La marcha es también un mensaje que busca difundirse, crecer en adeptos, generar una reacción y unos resultados. Y aunque se trate de una cuestión de fondo, termina siendo un asunto cuantitativo, se mide por número de adherentes y puede cambiar el curso de la historia, o de una historia cuando menos. Hubo una época en que las manifestaciones políticas callejeras, mítines y concentraciones populares marcaban el peso de la popularidad de un candidato y su triunfo electoral. Hoy la opinión pública se estructura de otra manera, las calles virtuales están en las redes de comunicación cibernética, los medios “tradicionales” ahora canalizan opiniones más que hechos, y los hechos son los que mueven a la opinión pública. No importa si el móvil es la violencia contra la mujer, contra la inseguridad ciudadana, contra la corrupción, etc. Lo que importa es que se sienta que hay consenso en una comunidad, suficiente para desanimar al infractor, para presionar sobre los administradores de justicia, para envalentonar a las víctimas, para reeducar a quienes pueden haber recibido mal ejemplo. A los hombres debería avergonzarnos que haya necesidad de marchar para protestar contra el abusivo, contra el que es valiente porque la otra persona no está en igualdad de condiciones físicas para defenderse.