La encendida pugna entre el Ejecutivo y el Legislativo refleja el bajo nivel de la política peruana. El Congreso no está exento de culpa (los cambios constitucionales son avezados y arriesgan el idóneo funcionamiento del Estado) pero hay una razón de fondo que es la que enciende la chispa y atiza el conflicto: La falta de respeto que tiene Vizcarra por la independencia de poderes.

No es casual, pues, que el enfrentamiento actual tenga un antecedente tan similar y cercano como lo fue el Legislativo anterior y que derivó en su inconstitucional cierre.

El presidente no ha entendido hasta ahora que el Parlamento, con o sin fujimorismo, es un poder autónomo y que no puede manejarlo a su antojo. Tampoco que debe estar sometido a sus designios y a sus arrebatos estratégicos en busca de popularidad.

El Congreso fiscaliza y legisla, como dice la Constitución, con prerrogativas autónomas y discrecionales. Y nació del voto popular (que él promovió). Si le da la gana de conservar su inmunidad, saldremos los medios de comunicación, ahora, o los votantes en las urnas, después, a decir que eso es un despropósito o una osadía, o que permita que pueda ser candidato un sentenciado en primera instancia, pero no puede el titular de otro poder del Estado conversar con sus asesores o ministros en el desayuno dominical, entre chicharrones, patés y jugos de papaya, y luego de absorber el último trago de café, decir, “ya, voy a dar un mensaje a la Nación porque lo que han hecho estos muchachos no me gusta”.

Es evidente que Vizcarra está muy lejos de ser un ponderado estadista pero tampoco puede convertirse en el constante retador que desafía a una institución autónoma desde un octógono de la UFC. Ahora ya sabe que siempre puede aparecer uno con las armas suficientes como para no esperar el segundo asalto.