Donald Trump renueva sus ataques a Harvard, irracionales porque esta gran institución representa lo mejor de su país en lo académico. Es inadmisible el afán de destrucción de una de las universidades más prestigiosas del mundo. Trump ha cuestionado la legitimidad y la integridad de varias universidades, alegando prácticas indebidas o que no sirven a los intereses nacionales. Pero su arbitrariedad en el ataque específico a Harvard va más allá de una crítica, quiere desacreditar un símbolo de excelencia, investigación y formación de líderes en el nivel global. Sus ataques amenazan la autonomía y la misión de las universidades como institución indispensable para el desarrollo de los pueblos, cuestionan su capacidad para promover el pensamiento crítico, la innovación y el progreso social. Este mal ejemplo debilita la confianza pública en la educación superior, esencial en sociedades democráticas y deliberantes frente al poder. Harvard, como muchas otras universidades, ha enfrentado desafíos a lo largo de su historia, pero su capacidad para resistir ataques y mantenerse como centro de conocimiento es emblemática y demuestra su resiliencia. Fundamental entender que la universidad no es solo un lugar de enseñanza, es una comunidad que permite y promueve el pensamiento libre y el cambio social, aquel que no interesa al mercado. Sus ataques a Harvard son una amenaza a la base misma del progreso y la cultura democrática. La libertad de pensamiento debe preservarse tanto como la formación de líderes que se integran a la sociedad en una época en que el mundo vive impactado por la revolución tecnológica y por la inteligencia artificial. Más que nunca necesitamos gente pensante y preparada que defienda los intereses colectivos frente al gran poder tecnológico. Defender a Harvard es proteger la formación superior, el conocimiento y la supremacía de la inteligencia humana en un mundo que piensa con máquinas y algoritmos.