Al expresidente Alejandro Toledo, al igual que a casi todos los expresidentes peruanos de las últimas décadas, se le procesa por corrupción. En el 2018, nuestro país pidió a Estados Unidos la extradición del exmandatario para procesarlo por tráfico de influencias, lavado de activos y corrupción, como parte de la investigación de sobornos –de hasta 35 millones de dólares– que le habría pagado la constructora Odebrecht en el Perú. El “cholo sano y sagrado” como solía llamarlo Eliane Karp, pasó de ser un admirado y esforzado ciudadano con rasgos y raíces indígenas y una maravillosa historia de esfuerzo y educación, a formar parte de la larga lista de decepciones nacionales.

Cinco presidentes de la Republica “después”, el Perú logra que el Departamento de Justicia de Estados Unidos admita su extradición a nuestro país. Lo curioso del caso resultó ser la inesperada carta que cuatro conocidos académicos de ese país, entre ellos Steve Levitsky y Francis Fukuyama, dirigieron al secretario de Estado, Antony Blinken, invocándole no enviar a Toledo de regreso al Perú por razones “humanitarias”. Curiosa posición de personas instruidas, cultas y defensoras de la democracia, que parecieran también tener valores diferenciados según la oportunidad, y para quienes se aplicaría magistralmente la frase “para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley”.

Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor, decía Francisco de Quevedo, años atrás, y es la pura verdad. Felizmente el Departamento de Estado habría desoído esta curiosa petición y habría declarado que el Estado peruano cumplió con todo lo necesario para acceder a la extradición y traer al expresidente a rendir cuentas a la justicia de nuestro país.

Si bien la fiscalía y el Poder Judicial peruanos pueden no ser perfectos, lo cierto es que todos los ciudadanos deben someterse a la justicia en iguales condiciones, rendir cuenta de sus actos, y no apelar a sus antecedentes profesionales, fama mundial, defensa de la democracia o incluso a su edad para librarse de las consecuencias. Los derechos humanos son iguales para todos los mortales y no es posible que nadie invoque una excepción. Lo contrario es simplemente, exhibir una doble moral. En perspectiva, el Perú, no es una república bananera y merece respeto internacional.